Pedrícese el mundo: Capítulo VII

CAPÍTULO VII

1

La reconstrucción del Parlamento de Ciudad, tan solo seis meses después del final de la guerra, fue un evento muy celebrado por todos sus habitantes, a los que se sumaron ciudadanos procedentes de provincias cercanas. Frente a la tribuna de autoridades desfilaban lentamente las nuevas adquisiciones del ejército de la República entre los aplausos del público. Tras los tanques de última generación desfilaba la unidad antivírica de infantería. Los soldados integrantes vestían sofisticados trajes antivirales preparados para impedir el contagio en la semana anual de la gripe.

–          Hermano, creo que debemos comenzar la explotación comercial de esos trajes entre la población civil – dijo Negocio Quinto a Hermano 27351 mientras no dejaba de saludar con la mano a los soldados desde su asiento.

Hermano guardó silencio mientras también saludaba. A lo lejos, los nuevos carros de artillería cruzaban lentamente el puente nuevo sobre el río Pedopís en dirección hacia al parlamento. La muchedumbre se apretujaba en los laterales del puente mientras aclamaba a los soldados. Cientos de banderas republicanas ondeaban al viento. La concentración de gente en los laterales del puente era tan grande que varias personas se tiraron al agua ante el temor de ser aplastadas por la marea humana. Abajo navegaban varias fragatas ligeras como parte del desfile y algunos marinos se tiraron al agua para socorrer a los civiles. Tras unos segundos, los marinos comenzaron a subir de nuevo a la fragata llevando consigo a los civiles sanos y salvos. La gente que se arremolinaba a la orilla del río comenzó a lanzar nuevos vítores y aplausos.

–          Todos estos juguetitos cuestan mucho dinero – añadió Negocio -, y creo que estarás de acuerdo conmigo en que el ejército va a necesitar cada vez más ingresos adicionales.

Hermano asintió con la cabeza.

–          El despliegue del ejército determinista a lo largo de la frontera entre su porción  de Montes Tarao y la nuestra – continuó Negocio – ha vuelto a superar a nuestro propio despliegue, así que urge que volvamos a incrementar nuestra presencia hasta volver a superarles. La nueva movilización de soldados no será barata.

Mientras hablaba, Negocio dedicaba una amplia sonrisa al público congregado. Hermano también sonreía, mucho más comedido. Negocio volvió a dirigirse a Hermano.

–          No debemos olvidar la última provocación de Martillo Noveno. En estos momentos se celebra en Orilla Mos un desfile similar a éste.

Una fila de camiones se acercaba muy lentamente para gran excitación del público. Cada uno portaba un misil tierra-aire de alcance continental cargado con una ojiva nuclear.

–          Y en ese desfile también hay de éstos – añadió Negocio con gravedad mientras señalaba con el dedo uno de los camiones.

Hermano asintió con seriedad. Negocio continuó.

–          Sé que te opones a que vendamos máquinas generadoras a aquellos ciudadanos particulares que puedan permitirse una increíble suma de dinero en beneficio del erario público. No entiendo esta oposición, pues una vez que sabemos que los máximos enemigos de la República disponen de ellas, no encuentro ningún motivo para que no podamos confiárselas a la élite de nuestra propia sociedad. No obstante, nuestras recientes necesidades financieras exigen tomar alguna medida urgente.

Hermano se decidió a intervenir.

–          Las máquinas generadoras no deben salir del gobierno – dijo rotundo -. Basta con que vendamos una sola copia para que el receptor de ésta pueda venderle una nueva copia a otro, y éste a otro. Si no mantenemos el monopolio sobre la producción de alimentos, este país se desmoronará en cientos de nacionzuelas minúsculas comandadas por señores que un día compraron una copia de una máquina generadora a otro señor, y el proceso de división no tendrá fin. Y el día en que todos esos reyes de micromundos comiencen a luchar entre sí por minúsculas parcelas de poder, la paz terminará, y con ella el comercio y la prosperidad que tu partido tanto ama.

Negocio frunció el ceño.

–          Si no recaudamos suficiente dinero, esa paz se acabará mucho antes – dijo mientras trataba con dificultad de seguir sonriendo al público -. Hermano, tu poder y el de tu partido decaen, y algún día no podrás oponerte a mis medidas.

Hermano cerró los ojos y tragó saliva.

–          Acepto la venta de trajes antivirales – dijo mientras dirigía su mirada al suelo -, pero te advierto de que seguiré vetando cualquier propuesta de cambio de la constitución que trate de legalizar la venta de máquinas generadoras. Mientras mi partido importe, eso no sucederá jamás.

Tras los camiones desfilaba a pie un grupo de héroes de guerra. Éstos se detuvieron ante la tribuna de autoridades en posición de firmes. De acuerdo con el programa, Negocio y Hermano les impondrían varias medallas al valor y al patriotismo por sus recientes acciones en la reciente guerra contra el nopedrismo.

–          Vamos, Hermano – dijo Negocio mientras se disponía a bajar las escaleras -. Tenemos que poner unas cuantas chapas de AhorraPlus.

Hermano le acompañó. Abajo, un soldado anunció el honor que iban a recibir los veteranos allí presentes. Mientras clavaba una medalla, Hermano no podía quitarse un pensamiento de la cabeza.

“En otras circunstancias, estas medallas las hubiera puesto sólo yo”.

“Sólo yo”.

2

Bajo una inmensa P, el Hermano preclaro 31415 se dispuso a ceder la palabra la palabra al Hermano preclaro 27351.

El vigésimo quinto Cónclave pedrista había despertado una gran expectación dentro de todo el mundo pedrista. Según se había comunicado en todos los oficios a lo largo de la República, los hermanos preclaros, es decir, todos aquéllos a los que el gran misterio de la pedricidad había sido revelado, habían sido convocados al cónclave por el Hermano 27351 por un asunto relacionado con una “necesaria e importante rectificación en la interpretación de las escrituras pedristas”. La curia pedrista, poco proclive a comunicar la modificación de dogmas y menos aún a comunicar su intención en público con tanta claridad, había sorprendido a los fieles con dicho anuncio.

Las deliberaciones del cónclave se desarrollaban a puerta cerrada dentro de los gruesos muros del Gran Templo de Ciudad. Éste había servido de arsenal al ejército monteño durante la ocupación. Tras la liberación, los primeros preclaros que se adentraron en el templo comprobaron horrorizados que todo el arte sacro había sido destruido y sustituido por todo tipo de horripilantes símbolos de carácter nopedrista. No obstante, también observaron con alivio que el sello que comunicaba la sala principal con el sótano, oculto tras una gran estatua que antaño había sido de Anikilator y que ahora representaba al soldado monteño anónimo, no había sido profanado. Esto significaba que los secretos que permanecían ocultos bajo el suelo del templo habían sido preservados.

–          Pedrícese el mundo y todas las cosas creadas por su estructura – murmuró Hermano 27351 de manera solemne -. Hermanos preclaros, nos encontramos aquí reunidos bajo el triángulo sagrado que el mismo 567 esculpiera hace muchísimo tiempo por un motivo crucial y solemne, y que fue salvajemente destruido por nuestros enemigos en fechas recientes. Su reciente reconstrucción, símbolo de nuestro renacimiento, nos contempla – dijo mientras señalaba un relieve que mostraba el rostro de Pedro Martínez inscrito dentro de un triángulo equilátero desde el que emanaban líneas rectas a modo de rayos de luz -. Hermanos, creo que hemos cometido un error a la hora de interpretar el papel del inductor de la gloria del pedrismo que se anuncia en las profecías. Como todos nosotros hemos observado con gran pesadumbre, la muerte de aquél que habíamos identificado con el Inductor, el infame Antipedro Primero, no ha traído, como nosotros esperábamos, la inmediata victoria del pedrismo. Por contra, durante los últimos meses hemos asistido a una pérdida de poder del pedrismo en el parlamento de la República, fruto de la gran pérdida de fieles sufrida durante la guerra. Como fuerza minoritaria en el parlamento ya no nos resulta posible formar parte de ninguna mayoría. Desde la independencia de Río Mos y la expulsión de los deterministas del parlamento, sólo quedamos dos partidos en el parlamento, por lo que ya no es posible crear alianzas desde la minoría. Si seguimos perdiendo fuerza de esta manera, llegará el día en que ni siquiera podamos vetar cambios constitucionales.

Los preclaros escuchaban a Hermano con gran seriedad y preocupación.

–          Estas realidades nos han hecho preguntarnos por el papel de las profecías que anunciaban la llegada del inductor. La magnitud de las atrocidades cometidas por Antipedro Primero hizo que este mismo cónclave identificara inmediatamente a dicho sujeto con el anunciado inductor de la gloria pedrista. Cabe recordar que la decisión de realizar tal identificación fue tomada en este mismo lugar por unanimidad. Sin embargo, los sucesos acaecidos desde el final de la guerra han sembrado de duda nuestros corazones. La claridad con la que las profecías se referían al Inductor, así como la manera en la que la cruda realidad desde el final de la guerra ha distado de lo que dichas profecías anunciaban, han hecho que muchos pedristas se replanteen su fe. Yo mismo recuerdo con gran pena y angustia el suicidio de mi aprendiz, que fue acompañado por el de otros muchos pedristas en toda la República que se preguntaban desolados por la futilidad de su sufrimiento durante la guerra. Mi propia moral se derrumbó durante aquellos duros días.

Como gesto de respeto ante las muertes y el sufrimiento de los pedristas suicidados, Hermano se acercó solemnemente a las estatuas de Kakakulo y Pedopís, también reconstruidas, e hizo una reverencia que fue acompañada por una breve oración de los preclaros. Después, volvió a dirigirse a ellos.

–          Por otro lado – continuó Hermano –, a los hermanos perdidos por la muerte se unen aquéllos a los que el incumplimiento de una profecía pedrista les ha llevado al desengaño y a abrazar otras creencias alejadas de la naturaleza de Pedro Martínez. Hermanos, asistimos con preocupación al nacimiento y proliferación de nuevas sectas paganas que crecen al aliento del clima de euforia, escepticismo y nerviosismo surgido en toda la República desde el final de la guerra, al cual también colabora la tensión belicista actual con Río Mos. Entre ellas, nos ha de inquietar por ejemplo el tierrismo, que promulga que Hogar es en realidad la Tierra y que, debido a un supuesto engaño de los sentidos, todos los habitantes del mundo nos vemos como seres idénticos, cuando en realidad todos somos diferentes y nunca hemos dejado de serlo. Sus miembros justifican esta aberrante y absurda visión diciendo que la soledad del modo de vida moderno de la Tierra, supuestamente impersonal, deshumanizado y orientado a tratar a todos los hombres como cifras anónimas para las que es imposible destacar sobre la masa, habría producido la falsa ilusión de igualdad total y simetría. No es ésta la única secta que amenaza el pedrismo. Existe otro grupo que promulga que la vida entera en Hogar es un sueño y que la naturaleza egocentrista de dicho sueño, que sitúa a Pedro Martínez como centro de todo, se debe a la falta de autoestima del individuo que lo sueña, Pedro Martínez. Según ellos, sólo existe un único hombre, que curiosamente es aquél al que trasmiten en cada momento su revelación, y todos los demás seríamos únicamente personajes de su extraño sueño. Les cito estas dos doctrinas porque son las que más frontalmente se enfrentan a nuestras más profundas creencias, pero existen otras muchas más.

Los gestos de preocupación de los preclaros eran patentes. Alguno de ellos mostraba verdadera tristeza y desesperación.

–          Una posible solución a estos problemas podría ser la de revelar el misterio de la pedricidad a todos los pedristas y a todo Hogar. Nuestros más estudiosos teólogos, algunos de los cuales están presentes en esta sala, han anunciado que el momento de dicho anuncio debe seleccionarse con mucha cautela, pues el conocimiento de la pedricidad máxima podría conducir, paradójicamente, a la desaparición de la iglesia pedrista como institución: Si todos saben que el universo es pedrista entonces ¿para qué esforzarse en el mantenimiento de su pedricidad por medio de sus ritos y costumbres, si en cualquier caso el universo seguirá siéndolo? ¿Para qué colaborar con nuestro esfuerzo con el mantenimiento de la iglesia pedrista, si es innecesario? Es por ello que los mismos estudiosos afirman que el anuncio debe realizarse únicamente en un momento en que la conciencia colectiva del planeta se encuentre drásticamente afectada por ciertos acontecimientos sobrecogedores y, a su vez, la coyuntura política permita a nuestra iglesia la obtención del poder. Sólo entonces la asimilación del misterio podría ser adecuadamente reconducida por medio de la educación hacia el cumplimiento de nuevos ritos que servirían para evitar nuevas amenazas. Como todos sabemos, hace poco tiempo creímos haber encontrado el momento adecuado para trasmitirlo, pero el momento se frustró de la terrible forma en la que todos los presentes en este templo conocen.

Los preclaros asistieron con la cabeza.

–          Por todos los motivos expuestos, parece que nuestra fe pasa por un momento muy amargo del que será difícil sobreponerse.

Entonces Hermano 27351 sonrió por primera vez en su discurso.

–          No obstante, queridos hermanos – dijo sin ocultar cierta excitación -, os traigo una buena nueva que pondrá fin a nuestras dudas.

Los preclaros murmuraron con excitación.

–          Hermanos – continuó –, las claras referencias del Libro Sagrado de Pedro al Inductor hacen indudable la identificación de éste con Antipedro Primero. Esto es innegable. No obstante, el Libro Sagrado afirma lo siguiente: ‘El Inductor atacará la Esencia de Pedro con toda la fuerza de su ira y desencadenará una gran destrucción. Entonces, la destrucción provocará el renacimiento de la Esencia y su gloria eterna’. Sin embargo, recordemos que en ningún punto del Libro se menciona que el inductor tenga que provocar el triunfo del pedrismo de manera inmediata.

Un preclaro interrumpió a Hermano.

–          Hermano preclaro – dijo mostrando cierta indignación –, si lo que pretende decirnos es que debemos esperar más, entonces sospecho que este cónclave que usted ha convocado es inútil. Las bases fundacionales de nuestra fe se cimientan en hechos directamente palpables, y siempre nos hemos enorgullecido de esta característica. Pedro Martínez está en todas partes, y esto es innegable. Sin embargo, parece que usted nos sugiere que el pedrismo se convierta en una religión de eterna espera en la que quepan las interpretaciones matizadas cada vez que una profecía del Libro no se cumpla de manera clara. No, hermano, no renunciaré a creer que el Libro dice la verdad sin necesitar extrañas contextualizaciones, ni retorcidas interpretaciones, ni complejas matizaciones. El Libro siempre ha dicho la verdad, y debe seguir haciéndolo.

Los presentes apoyaron con sus murmuraciones y comentarios las palabras del preclaro. Hermano 27351 volvió a hablar.

–          Y mantengo su postura, hermano – dijo -. Afirmo que el Libro anuncia con suma claridad lo que nos aguarda, aunque nuestros prejuicios nos impiden aceptarlo. Hermanos, observen las condiciones en las que ha llegado el fin del Inductor, es decir, de Antipedro Primero. Ahora, hermanos, recuerden las palabras con las que termina nuestro libro sagrado, en las que se enuncia la relación entre Pedro y Gran Pedro, entre el individuo anónimo y el Hacedor, entre el hombre y su creador.

Algunos presentes comenzaron a comprender las palabras de Hermano. Varios preclaros murmuraban entre ellos. Un presente se levantó de su asiento, visiblemente enfadado.

–          ¿Está usted sugiriendo que…?

–          Estoy sugiriendo que el inductor es Gran Pedro – dijo Hermano con solemnidad.

Las murmuraciones de los asistentes se convirtieron rápidamente en gritos de cólera.

–          ¡Herejía! – gritó un preclaro.

En medio de los gritos de los preclaros, Hermano trató de hacerse oír.

–          ¡Hermanos! ¡Todo encaja de manera sublime! ¡Analicen con detenimiento las circunstancias en las que murió el inductor! ¡Recuerden el Libro y entonces deducirán fácilmente el momento en que llegará la gloria del pedrismo! ¡Está escrito con suma claridad!

–          ¿Está usted loco? ¿De verdad cree que el pedrismo tiene que esperar ciento cuarenta y cuatro años para alcanzar la gloria? – gritó un preclaro.

La indignación de los presentes iba en claro aumento. Los preclaros se levantaban de sus asientos para increpar a Hermano.

–          ¡Está clarísimo! ¡Lean el Libro! – gritó Hermano mientras pedía calma con las manos.

–          ¡Hereje! ¿Cómo se atreve a identificar a un asesino, encarnación de Antipedro en Hogar, con el mismísimo Hacedor de Pedro? – gritó un preclaro.

–          ¡Blasfemia! – gritó otro.

–          ¡Este hombre que nos habla es Antipedro en persona!

–          ¡No es digno de estar aquí entre nosotros!

–          ¡Fuera de aquí!

Hermano 27351 no daba crédito a lo que estaba oyendo.

–          ¡Lean el Libro sin prejuicios! ¡Está muy claro! – gritaba mientras trataba de ocultar el creciente miedo de su rostro.

Los preclaros se abalanzaron sobre Hermano, al que tiraron al suelo. Éste trató de forcejear, pero resultó en vano ante la red de brazos que le rodeaba. Una vez que estuvo inmovilizado, los preclaros comenzaron a gritar el destino de Hermano.

–          ¡Expulsión! – gritó uno.

–          ¡Destierro! – gritó otro.

Hermano trató de emitir un grito, pero éste se convirtió en un ahogado aullido.

–          ¡Olvido! – gritó un tercero.

Un numeroso grupo de preclaros levantó a Hermano en volandas y comenzó a desplazarlo en dirección a la salida del templo.

3

A pesar del grave clima de tensión política existente, los dirigentes de Río Mos y la República se saludaron con suma cordialidad. Un año después de la muerte de Antipedro Primero, los ganadores de la guerra se reunían en Pueblo Tarao para celebrar el aniversario de dicho acontecimiento. De común acuerdo, decidieron que el acto se convirtiera en una exaltación de lo que les había unido durante la guerra, que era su rechazo al nopedrismo y al destructivo expansionismo monteño. Tras guardar cinco minutos de silencio por todos los que murieron en su lucha por la libertad, Martillo Noveno y Negocio Quinto retiraron la tela que cubría una estatua levantada en el centro de la Plaza Principal en honor del aviador Sexto Rasante, espía republicano cuyas copias habían sido asesinadas en masa en esa misma plaza. El monumento también recordaba al entonces Consejero de Seguridad de Montes Tarao, que colaboró con el infiltrado y corrió su misma suerte.

–          Siento la reciente muerte de Hermano 27351. Todos recordaremos su papel en nuestra victoria – dijo Martillo a Negocio.

Un mes antes, Hermano había muerto en una pequeña isla cercana a Costa Mamá. Se desplazó a ella inmediatamente después de que anunciara su retirada de la política. Ésta tuvo lugar en un momento inesperado, principalmente debido a la inusitada dureza con la que se enfrentaba por aquellos días al partido comercialista en el parlamento de Ciudad. En un breve comunicado, se limitó a argumentar problemas de salud debidos a su ya avanzada edad. Sus funerales, presididos por el nuevo líder del partido pedrista, Hermano 31415, tuvieron el rango de funeral de Estado, y el propio Martillo Noveno se desplazó a Ciudad para asistir.

El propio Hermano 31415 se encontraba ahora cerca de la estatua recientemente desvelada, si bien el protocolo lo había ubicado en un lugar ligeramente apartado que indicaba su papel de líder de la oposición, no de representante del Estado de la República.

El siguiente acto de la celebración era el desfile por la plaza de algunos veteranos de guerra de los dos bandos vencedores. Sin embargo, el acto central de la celebración vendría inmediatamente después.

El patíbulo en el que había muerto Pedro hacía un año permanecía en el mismo lugar de la plaza. De acuerdo con la sentencia dictada por el tribunal internacional que lo condenara a muerte, Pedro volvería a ser generado para ser ejecutado inmediatamente después, y el lugar de la nueva ejecución sería el mismo. Unos operarios se afanaban para subir una máquina generadora a la superficie del patíbulo. Esta máquina contenía el plano de Pedro que se había tomado exactamente un año antes, justo antes de su ejecución. Mientras los operarios terminaban sus preparativos, los veteranos que habían desfilado subían a una grada improvisada para ocupar los asientos con los que habían sido premiados, frente al patíbulo. Cuando las autoridades ya habían ocupado su lugar, un veterano fue invitado por un soldado a subir al patíbulo para tener el honor de activar la palanca que mataría a la nueva copia de Pedro.

Entonces, los operarios anunciaron que todo estaba listo. A una señal de un soldado, un operario pulsó un botón en la máquina generadora. Apareció una luz azulada.

4

“Ojalá todas las cabezas de todos los habitantes de este maldito mundo cupieran junto a la mía en esta soga” pensaba Pedro mientras una soga se apretaba contra su cuello.

Un operario pidió a Pedro que sonriera “para una foto”. El operario accionó un mecanismo en el extraño dispositivo de yogures y clips, y un haz de luz que contenía un plano completo de Pedro fue enviado a un receptor. Entonces, Pedro fue testigo de un prodigioso suceso.

De repente, el escenario cambió. Se encontraba en la misma plaza, pero la plaza había cambiado súbitamente de un instante para otro. Enfrente de él, junto al patíbulo, había surgido de la nada una grada llena de soldados. Kakakulo ya no estaba situado junto a la palanca de la horca, y en su lugar había un soldado lleno de chapas de AhorraPlus. A lo lejos, Pedro pudo ver lo que parecía una estatua aparecida como por arte de magia.

Entonces, un soldado pidió a Pedro que dijera sus últimas palabras. Pedro buscó con la mirada al Hermano 27351, pero extrañamente éste había desaparecido. De hecho, la tribuna de autoridades había desaparecido. Con un rápido vistazo encontró otra tribuna de autoridades en una ubicación diferente. En ella se encontraban Martillo Noveno y Negocio Quinto, pero no había rastro de Hermano. Todo era muy extraño. “¿Me quedaré sin ver la cara que pone ese maldito cabrón al descubrir que reniego de él y regreso triunfante al nopedrismo?” se lamentó con tristeza.

Entonces Pedro miró al soldado, y como única respuesta hizo su habitual saludo militar: “¡Muera Pedro!”. Estas palabras provocaron un revuelo de comentarios entre el público. “Otra vez lo mismo” creyó oír en uno de ellos. “¿Cómo es posible?” decía otro. Esto volvió a sorprender a Pedro, que esperaba que su manera de renegar del pedrismo sorprendería al público.

Entonces el soldado de las chapas activó la palanca. Mientras Pedro caía a toda velocidad por el agujero de la trampilla, por fin se dio cuenta de lo que ocurría. “Soy una copia” fue su último pensamiento.

5

Un año tras otro, Pedro fue generado e inmediatamente después ahorcado en cada aniversario de su primera muerte, tal y como dictaba su condena. Mientras los cambios sociales se precipitaban lenta pero inexorablemente en todo Hogar, la ejecución anual de Pedro se convirtió en toda una tradición que atraía a cientos de miles de personas a la Plaza Principal de Pueblo Tarao y sus alrededores. Cada año se reunían varios miles de veteranos de guerra y de supervivientes del exterminio alrededor del famoso patíbulo para ver morir a Pedro. La tribuna de autoridades se convirtió en un reflejo de los cambios políticos que se sucedían en Hogar: a los pocos años, ni Negocio Quinto ni Martillo Noveno se encontraban ya allí.

Si bien durante los primeros años la sensación del público al contemplar al mismísimo líder del mal era de trágica solemnidad y cierto terror, el paso del tiempo transformó la reacción de los asistentes en un no disimulado odio hacia el condenado. El hecho de que el condenado hubiera sido finalmente derrotado hizo olvidar lentamente el miedo que había infundido entre sus enemigos, y finalmente solo quedó el recuerdo de los actos que había cometido. Año tras año, la ira de los asistentes era cada vez más evidente. En una ocasión, justo después de que la figura de Pedro surgiera tras disiparse la luz azulada, los veteranos le lanzaron coliflores. Alguna alcanzó a Pedro en la cabeza. A pesar de que su impacto no resultó muy dañino para el condenado, la sensación de que el acto podría llegar a degenerar en un linchamiento público desagradó a los organizadores del evento, que reaccionaron instalando una mampara blindada que rodeaba toda la planta superior del patíbulo. Ésta sería utilizada por primera vez el año siguiente.

Debido a la manera en que la existencia de Pedro había removido la conciencia colectiva planetaria, la tradicional oposición de los dirigentes de Hogar a registrar la Historia se relajó en todo lo referente a la figura de Pedro y a la guerra que había provocado. Con el paso de los años, Pedro se convirtió en un mito para los jóvenes que no habían llegado a conocerle. Los que asistían a la ejecución anual solían hacer comentarios del tipo de “¡Es igual que en los libros!” justo después de que Pedro surgiera de la nada. Otros más mayores solían responder “Claro, es que es él”. Por otro lado, la manera en que la República modificaba la historia antigua de Hogar a su antojo hizo que algunos de los jóvenes que eran recibidos por primera vez en el parlamento de Ciudad salieran de él preguntándose si el mismísimo Antipedro Primero, personificación de todos los males del mundo, también era una mentira. Los veteranos de guerra se indignaron profundamente, y los políticos reaccionaron ordenando que todo el material audiovisual referente a la guerra se emitiera en televisión una y otra vez.

A medida que el número de ciudadanos que había vivido la guerra en primera persona se reducía con el paso de los años, el comportamiento del público durante cada ejecución fue transformándose. El odio hacia el condenado fue paulatinamente sustituido por el desprecio. El público comenzó a gritar la ya célebre frase “¡Muera Pedro!” exactamente en el momento en que el mismo Pedro la pronunciaba, justo después de que se le pidiera que dijera sus últimas palabras. Este hecho solía desconcertar gravemente al condenado, cuyo cuerpo caía por la trampilla inmediatamente después entre las carcajadas de los asistentes. Con el objetivo de que el grito del público se sincronizara completamente con el de Pedro, los que iban a asistir a la ejecución anual ensayaban juntos el grito desde unos días antes de la ejecución, reloj en mano.

En todas las ocasiones, Pedro percibía o creía percibir que el escenario de su ejecución cambiaba bruscamente justo después de que alguien le pidiera que sonriera para una foto. Antes de ese instante, se encontraba sobre el patíbulo original ante la atenta mirada de Martillo Noveno, Negocio Quinto y Hermano 27351. Justo después, pasaba a encontrarse muchos años después, aunque igualmente con una soga al cuello y a punto de morir. Pedro, inconsciente durante los primeros segundos de ser una copia e incapaz en cualquier caso de saber lo que había ocurrido durante las ejecuciones anteriores, no podía evitar despedirse siempre con la misma frase año tras año, ante la burla de todos.

Mientras tanto, algunos de los políticos más jóvenes comenzaron a afirmar que probablemente la guerra nunca había existido. Ante la indignación de los mayores, el mensaje caló en una parte de la juventud, que había sido educada para mostrar escepticismo ante cualquier tipo de relato histórico, incluso aunque muchos de los que hubieran vivido los sucesos relatados estuvieran todavía vivos. Mientras tanto, el proceso de banalización de la ejecución continuó inexorablemente, y la propia ceremonia de ejecución sufrió ciertas transformaciones. Personajes famosos comenzaron a recibir el honor de activar la palanca. Pasada la época en que dicha acción correspondía a veteranos de guerra, supervivientes del exterminio o políticos, llegó la etapa de los escritores, los artistas, los cantantes y, finalmente, los ganadores de concursos de televisión. En torno al lugar de ejecución se montaron puestos de comida rápida y una feria con atracciones. La ejecución de Pedro se convirtió en toda una manifestación cultural y turística de Pueblo Tarao.

Al cabo de muchos años, los cambios sociales y de mentalidad que estaban teniendo lugar en todo Hogar desembocaron en que las máximas autoridades políticas del planeta acordaran abolir la pena de muerte de la justicia internacional. Los ciudadanos de Pueblo Tarao protestaron enérgicamente, pues la ejecución anual de Pedro se había convertido en el mayor acontecimiento turístico de todo Hogar, y los ingresos que aportaba no pasaban desapercibidos en una ciudad que había evolucionado desde su antiguo carácter minero hacia el sector de servicios. El escepticismo en torno a la existencia de la guerra, fomentado por una parte de la clase política, había crecido notablemente. Esto enfadó mucho a los supervivientes de la guerra, que veían como algunos de sus vecinos jóvenes les hablaban de la “alucinación colectiva” de los mayores y cosas parecidas. Dicho escepticismo, lejos de hacer disminuir el interés por la ejecución de Pedro, aumentó más aún su leyenda, pues los escépticos habían llegado a desarrollar todo tipo de teorías acerca de quién era el individuo que era ajusticiado un año tras otro. Estas especulaciones habían sido enriquecidas por la acción de la distorsión popular hasta convertirse en variopintas y contradictorias leyendas. “Es el último alienígena, el último antiguo poblador de Hogar que queda vivo. Tomó nuestra forma para camuflarse entre nosotros. Logró manipular la mente de todos los habitantes de una generación entera para hacerles creer que hubo una guerra o algo así. Pero, a pesar de la confusión que provocó, logramos seguir celebrando la repetición de su muerte, que es la conmemoración de nuestra victoria” decían algunos. “Es el demonio, un ser maligno que debe ser eliminado todos los años como muestra de nuestra orientación hacia al bien. A pesar de estar atrapado, es un capaz de distorsionar nuestra mente para llenarla de mentiras. Debemos permanecer diligentes, debemos seguir por el camino recto” decían otros. El resultado era que, tanto los que todavía creían en la existencia de la guerra como los que no, mostraban un gran interés y curiosidad por aquel acontecimiento.

Un reducido grupo de empresarios del sector turístico, que había formado un importante bloque internacional de poder, presionó para que la ejecución Pedro pudiera seguir realizándose año tras año a pesar de la abolición de la pena de muerte. Aduciendo que la sentencia de condena a muerte era anterior a la abolición de esta pena, propusieron una fórmula que fue aceptada por los políticos y que hacía compatible el mantenimiento de la tradición con la ilegalidad de matar a cualquier ser humano en cualquier circunstancia. Para que Pedro pudiera seguir siendo ejecutado, justo antes de que la abolición de la pena de muerte entrara en vigor se mandó automatizar el patíbulo para que todos los años generara a Pedro y le colgara inmediatamente después de manera completamente autónoma. Para que nadie tuviera ninguna responsabilidad penal por la actividad que llevaba a cabo por dicho mecanismo, el día antes de la abolición se equipó el patíbulo automático con un panel solar que permitiría su funcionamiento autónomo sin necesidad de ser conectado a la red eléctrica general. De esta forma, nadie activaría nada, nadie sería responsable. El patíbulo automatizado generaría a Pedro automáticamente en cada aniversario, ya rodeado en su cuello por un cable en forma de soga. Al cabo de unos segundos, se abriría la trampilla. Para que Pedro no pudiera apartarse de la trampilla justo después ser generado, se levantó alrededor de la trampilla una nueva mampara trasparente. La máquina generaría a Pedro ya dentro de ella. Unos minutos después de que la trampilla se abriera, el mecanismo abriría automáticamente el cable, y cuando el cadáver de Pedro cayera al suelo, un operario pasaría a retirarlo. La ejecución de Pedro siguió celebrándose año tras año con el nuevo mecanismo automático.

En una de las ejecuciones que se celebraron durante aquellos años sucedió que, poco después de que Pedro surgiera de la nada, un anciano que llevaba puesta una gorra NP de soldado cabo saludó discretamente a Pedro desde el fondo de la plaza mientras levantaba el brazo. Los ojos del anciano estaban empañados por las lágrimas. Nadie entre el público se percató de la indumentaria del anciano, pues todos los presentes atendían ansiosos a lo que sucedía en la dirección opuesta. No obstante, el llamativo emblema de la gorra llamó la atención de Pedro, que se emocionó al comprobar que un veterano monteño leal de baja graduación había venido a despedirse de él a pesar del riesgo que podría correr por ello. Aquel año, el público congregado no consiguió averiguar por qué se habían visto unas lágrimas en el rostro de Pedro, cosa que no había sucedido en ninguna de las veces anteriores, ni volvería a suceder. No obstante, a pesar de la pequeña sorpresa, la multitud aplaudió rabiosa como siempre poco después, cuando el cuerpo de Pedro se balanceaba como un saco empujado suavemente por el viento.

6

Pasaron muchos más años.

En otro de los aniversarios de su primera muerte, Pedro volvió a surgir de la nada sobre la superficie del patíbulo con la soga al cuello. De nuevo, Pedro volvió a sentir cómo el escenario en el que se sentaban ante él los líderes que ganaron la guerra cambiaba repentinamente por otro escenario más moderno y sofisticado en el que dichos líderes habían desaparecido. No obstante, el cambio de escenario era en esta ocasión mucho más radical. Pedro observó con gran sorpresa que el público había desaparecido. Esto le desconcertó. Mientras el corazón le latía con fuerza, una voz metálica pregrabada le pidió que dijera sus últimas palabras. Ante la absoluta soledad de la plaza, Pedro dudó en hablar, pero poco después volvió a desearle la muerte a Pedro. Entonces, se abrió la trampilla y Pedro cayó por ella.

Su corazón se aceleró más aún mientras su cuerpo se desplazaba en caída libre. De repente, sus pies chocaron contra algo blando y su caída se frenó en seco. Mientras permanecía con los ojos cerrados y los dientes apretados, se sorprendió de poder sentir algo. Durante unos instantes se preguntó si acababa de entrar en el infierno de la religión pedrista. Con gran temor, se atrevió por fin a abrir los ojos. Entonces se dio cuenta de que no se había roto el cuello. Se encontraba bajo la plataforma del patíbulo. Seguía estando en la Plaza Principal de Pueblo Tarao. Seguía vivo.

Entonces Pedro decidió averiguar cuál era el objeto blando que había frenado su caída. Dirigió su mirada hacia abajo y sintió repulsión. Bajo sus pies se amontonaba una gran pila de cadáveres cuya caótica forma se asemejaba vagamente a una pirámide, y él se encontraba justamente sobre su cúspide. El hedor a putrefacción era insoportable. Entonces su repulsión pasó a convertirse en terror. Al observar las vestimentas de los cadáveres que se amontonaban bajo sus pies, vio que coincidían con las suyas propias.

“¡Soy yo mismo!” pensó con horror. “¡Esos cadáveres son de mí mismo!”.

Mientras temblaba, trató desesperadamente de entender lo que estaba sucediendo. Para evitar volverse loco, decidió descartar voluntariamente la posibilidad de que todo aquello fuera el fruto de su imaginación. Trató de concentrarse.

“Soy una copia. Por eso antes el escenario cambió de repente” pensó. Pedro recordó la sentencia de su condena a muerte. “Soy uno de esos Antipedros que serían generados y ejecutados en los aniversarios de mi primera muerte” pensó. Entonces decidió que esa peculiaridad no le afectaría en absoluto. Incluso en aquellos terribles momentos consiguió hacer uso de su habitual sentido práctico. “No creo que esté en una situación en la que pueda permitirme que los problemas de identidad me preocupen. Aunque en sentido estricto acabe de nacer, mis recuerdos me indican que sigo siendo la misma persona. Recuerdo lo mismo, pienso lo mismo y opino lo mismo. Dado que todo así me lo indica, decido que soy el mismo”.

Entonces intentó averiguar por qué existía aquella pila de cadáveres que se levantaba bajo sus pies. Encontró una posible explicación. “Estos cadáveres son el resultado de las ejecuciones anteriores” pensó. Miró el enorme tamaño de la pila. “Sin duda, esta pila es el resultado de muchos años de ejecuciones continuadas” pensó horrorizado. “Todos ellos murieron, y parece que nadie se preocupó de recogerlos. Por eso se han amontonado aquí abajo, justo debajo de la trampilla de la que cayeron, y por eso me han salvado la vida”.

“Entonces, ¿quién me ha generado y quién ha abierto la trampilla del patíbulo?” se preguntó desconcertado. “Quizá sea algún tipo de mecanismo automático” concluyó. “Quizás mi propia generación fuera provocada hace unos minutos por un mecanismo que se inició automáticamente con algún tipo de temporizador”.

Pedro intentó guardar el precario equilibrio que le mantenía sobre la cúspide de la pila. El cable que pendía de lo alto del patíbulo y todavía rodeaba su cuello no había llegado a tensarse porque el primer cadáver de la pila le había frenado unos pocos centímetros antes de que esto ocurriera. Si se resbalaba de la cúspide, entonces caería del montón y su destino sería aquél que estaba dictado desde un principio. Pensó por un momento en el primer cadáver de la pila. “No viviste por poco. Por poquísimo, me tocó vivir a mí” pensó.

Sintió que lo extravagante y terrorífico de aquella situación comenzaba a superarle.

No podía zafarse del cable que rodeaba su cuello porque sus manos permanecían esposadas a su espalda. Sintió verdadero pánico al darse cuenta de que estaría condenado a permanecer en pie sobre ese montón putrefacto todo el tiempo que sus piernas se lo permitieran y que, en cuanto éstas flaquearan, caería y el cable se tensaría. Entonces moriría de asfixia, y su muerte sería mucho más terrible que si se hubiera roto el cuello desde el principio. Sintió que el hedor a putrefacción procedente de los cadáveres comenzaba a producirle náuseas.

Se preguntó si todo aquello sería algún tipo de macabro espectáculo destinado a que durante unos instantes creyera que podría salvarse y que, después, se diera cuenta de que cualquier intento sería en vano. “Quizá algún chiflado haya querido darle algún tipo de significado alegórico al hecho de que trate desesperadamente de mantenerme de pie sobre una montaña formada por mis propios cadáveres. Quizá ahora mismo hay alguien riéndose detrás de esas ventanas” pensó mientras miraba primero hacia su antiguo palacio y después hacia el sorprendentemente reconstruido templo pedrista.

Entonces, el cable que rodeaba su cuello se abrió automáticamente y quedó libre. Mientras Pedro no podía evitar emitir un ahogado grito de alivio, observó estupefacto cómo algún tipo de mecanismo automático empujaba el cable hacía arriba y lo enrollaba en lo alto del patíbulo. Cuando el cable desapareció por el agujero de la trampilla, la trampilla volvió colocarse en su sitio y la plataforma superior del patíbulo volvió a quedar sellada.

Eufórico y emocionado, Pedro comenzó a descender del montón de cadáveres con mucho cuidado. La falta de manos con las que apoyarse hacía que se moviera con gran torpeza en aquel entorno blando y putrefacto. A cada pie que apoyaba, se oía el crujido de algún tipo de tejido orgánico putrefacto que cedía ante su peso. La presencia de vísceras hacía que todo estuviera resbaladizo. Todos los movimientos de Pedro eran lentos y muy calculados. “Después de la muy improbable secuencia de golpes de buena suerte que me ha salvado, resultaría absurdo e irónico que muriera resbalándome y estrellando mi cabeza contra el duro suelo de la plaza” pensó.

Por fin, Pedro alcanzó tierra firme. Observó que los cadáveres que se situaban en las posiciones más bajas de la pila, probablemente los más antiguos, se encontraban carcomidos hasta los propios huesos. “Durante la guerra lo vi prácticamente todo, pero jamás había visto un cadáver que hubiera sido consumido por la putrefacción de esta manera” pensó Pedro extrañado. “Tras mucho tiempo los huesos también se pudren, pero no de esta manera”. Pedro pensó que la violencia o agresividad de lo que estaba pudriendo esos cadáveres era sorprendente y desconocida para él.

Pedro dirigió su mirada al resto de la plaza. La plaza estaba completamente vacía, y no se oía ruido alguno salvo el viento. Durante unos instantes se detuvo a pensar que realmente había sobrevivido a la horca. Esto le produjo una súbita subida de adrenalina y una sensación de euforia. Entonces decidió que tenía que contener sus sensaciones. Aunque no entendía por qué la plaza estaba vacía, él era ahora mismo un prófugo de la justicia que se había escapado de su propia ejecución. “Debo evitar que nadie me vea” pensó temeroso. Echó un último vistazo al patíbulo y acto seguido comenzó a correr sin rumbo para alejarse de él. Sus manos seguían encadenadas a su espalda. Abandonó la plaza y, algo desorientado, se adentró en las calles de Pueblo Tarao.

7

Pedro se desplazaba agazapado por las calles de Pueblo Tarao. Agachado, corría con gran recelo para esconderse temeroso detrás de cualquier objeto del mobiliario urbano que pudiera servir para esconder su cuerpo. Cuando por fin comprobaba que ni se veía ni se oía a nadie en los alrededores, volvía a levantarse para correr en dirección al parapeto más cercano. Mientras corría desesperado, comprobó que la ciudad había cambiado mucho desde que él fuera su gobernante. La mayoría de los edificios que él conociera ya no existían y, en algunos lugares, de la antigua ciudad sólo quedaba el trazado de las calles.

En su aleatorio recorrido, Pedro no encontró a nadie. Al cabo de un rato corriendo solo por las calles, fue relajándose, y cada vez puso menos empeño en mantenerse oculto. Tras un rato más, llegó a la conclusión de que se había quedado absolutamente solo en Pueblo Tarao. Agotado por la carrera, se paró unos instantes para tomar aire y comenzó a caminar erguido. “¿Por qué no habrá nadie en Pueblo Tarao?” se preguntó intrigado. Sin duda, se había perdido demasiadas cosas durante los últimos años. De repente, una posibilidad más drástica se le pasó por la cabeza. “¿Y si no existiera nadie más en todo Hogar?”.

Ahora que había decidido que probablemente su vida no corría peligro en un plazo inmediato, Pedro se detuvo para pensar en qué debía hacer ahora. Sus manos seguían esposadas a su espalda. Pensó que debía encontrar como fuera la manera de abrir o cortar sus esposas. De no lograrlo, su sorprendente liberación podría revelarse inútil, pues con las manos atadas le resultaría imposible desenvolverse y, probablemente, conseguir comida. Su aparente suerte podría conducirle, después de todo, a una lenta muerte por inanición.

Mientras deambulaba preocupado, Pedro se dio cuenta de que su recorrido aleatorio le había devuelto de nuevo a la Plaza Principal. Trató de evitar el patíbulo con la mirada. Nervioso, comenzó a recorrer las calles aledañas en busca de algo que pudiera servirle para liberar sus brazos. Al cabo de un rato, en una calle que salía directamente de la plaza, Pedro encontró un taller. Se preguntó cómo podría entrar. Muy escéptico, se dio la vuelta para intentar girar el picaporte con sus manos. Entonces observó incrédulo que el picaporte giraba, y la puerta se abrió.

“Es muy extraño que esta puerta no estuviera cerrada con llave. Parece como si los dueños hubieran tenido que huir a toda prisa”.

Pedro entró lentamente en el taller. El polvo acumulado parecía indicar que el lugar llevaba mucho tiempo cerrado. Pedro tosió un par de veces. En la penumbra, comenzó a examinar el contenido del taller en busca de algo que pudiera resultarle útil. Observó que sobre la mesa del mostrador había una caja, y sobre ella una gorra de soldado NP. Esto llamó enormemente la atención de Pedro, que se acercó para mirar el contenido de la caja. La caja estaba llena de alambres de distintos grosores y longitudes. Pedro se dio la vuelta para intentar alcanzar los alambres con las manos. Al comprobar que su esfuerzo era inútil, tiró la caja al suelo con la cabeza y se sentó en el suelo mirando en dirección opuesta al montón de alambres caídos para poder manipularlos con sus manos. Repasó el grosor y la forma de cada alambre con los dedos. Tras escoger un par de ellos que le parecieron idóneos, tomó uno con cada mano y los introdujo simultáneamente en la cerradura de las esposas a modo de ganzúa.

Tras unos minutos de desesperados intentos, quizá incluso una hora, sonó un “click”, y las esposas se abrieron. Lentamente, Pedro sacó las manos de los aros que las oprimían. Por primera vez desde que, poco antes del amanecer (aparentemente, de aquel mismo día), un soldado le pusiera las esposas en su celda, Pedro podía mirarse las manos. “Míratelas bien, que las volverás a ver” dijo el soldado mientras se las agarraba y se las ponía a la espalda. El movimiento brusco del soldado le retorció uno de los brazos de tal forma que no pudo evitar emitir un aullido de dolor. El comentario del soldado y la reacción posterior de Pedro habían provocado la risotada de los demás soldados.

Mientras observaba que las esposas le habían dejado marcas en las muñecas, Pedro pensó con gran satisfacción que probablemente todos esos soldados habían muerto. Muy sonriente, se puso en pie y cogió la gorra de soldado NP. Se trataba de una gorra de cabo. Se la puso en la cabeza. Por primera vez en mucho tiempo, sintió verdadero orgullo. Se sentía exultante.

Buscó en el taller otros objetos que pudieran resultarle útiles. Encontró un cuaderno y un lápiz en un cajón, y los cogió. Al volver a salir a la calle, Pedro se percató de que, por fin, era libre.

Razonó que, si estaba en lo cierto al pensar que él era único superviviente en el planeta, entonces, después de todo, Montes Tarao había ganado la guerra, pues él sería el único superviviente de uno de los bandos y el pedrismo había sido eliminado por completo. De hecho, él podría ser la prueba viva de su victoria final.

8

En ese mismo momento, Pedro se dio cuenta de que tenía hambre. Después de tantos años en Hogar, Pedro no podía dejar de desear algunos manjares propios de la Tierra cada vez que sentía verdadero hambre. Como cada vez que eso ocurría, trató de borrar esos pensamientos de su cabeza, y centró sus deseos en el clásico bocata de chopped con el tradicional mordisco de Gómez y sus nutritivas babas.

Rápidamente, Pedro pensó que podría utilizar la máquina generadora de su patíbulo para generar comida. Era probable que la máquina generadora que usaba su propio patíbulo para generarle a él todos los años incluyera a su vez los planos necesarios para generar los cuatro alimentos de Hogar. Esto sería así si dicha máquina generadora era a su vez una copia de otra máquina generadora que incluyera dichos planos. Pedro no recordaba ninguna máquina que no incluyera los planos de los alimentos, pues, junto a la reproducción, la alimentación era el principal objetivo de cualquier máquina generadora de Hogar.

Por un momento, Pedro recordó el pánico que le producía el patíbulo y la repulsión que le producía la pila de malolientes cadáveres de sí mismo que se amontonaban justo debajo. Después decidió que en aquel momento su hambre superaba su rechazo, y comenzó a caminar con decisión hacia la Plaza Principal.

Al llegar al patíbulo, lo observó con detenimiento. Sobre la plataforma del patíbulo descansaba una máquina generadora que estaba conectada a otro dispositivo que le resultaba desconocido. “Debe tratarse del mecanismo que lo automatiza todo” pensó. “Éste ordena a la máquina generadora crearme cada año, activa la voz que me pide mis últimas palabras, abre la trampilla, espera unos minutos, abre el cable para que caiga mi cadáver, lo vuelve a enrollar y vuelve a cerrar la trampilla. Y así hasta el año que viene, momento en que supongo que pondrá el cable a la altura de mi cuello, lo cerrará, y acto seguido me volverá a generar”.

Con gran decepción, Pedro observó que no resultaría nada fácil acceder a la plataforma del patíbulo y a la máquina generadora que encerraba, pues toda la plataforma estaba rodeada por un grueso cristal que, a juzgar por su aspecto, estaba blindado. La única forma de acceder a la parte alta sería a través del agujero de la trampilla, pero el mecanismo ya se había ocupado antes de cerrarla.

Pedro decidió que la única forma de acceder a la máquina generadora requeriría destruir el blindaje superior, y para eso haría falta explosivos. Pensó que podría buscarlos en alguno de los polvorines secretos que utilizó su ejército durante la guerra; quizá alguno de ellos nunca hubiera sido descubierto. Sin embargo, para eso tendría que andar varios kilómetros, así que decidió que primero buscaría algunos restos de comida entre los edificios cercanos. Recordó que, durante su reciente caminata por Pueblo Tarao, había visto algún supermercado. Trató de recordar el camino y se puso en marcha. Al cabo de unos minutos alcanzó la tienda. Intentó abrir la reja que rodeaba la puerta, pero ésta sí estaba cerrada con llave. “Habría sido demasiada suerte” pensó.

Miró alrededor. Sus tripas comenzaban a protestar sonoramente por la falta de nutrientes. Decidió introducirse en alguna casa en busca de restos de comida. Encontró un portal cuya puerta no estaba cerrada con llave y se adentró en su interior. “Es curioso, ni siquiera cuando el poder de mi gobierno era máximo podía entrar en un hogar con esta misma facilidad” pensó Pedro. Después de varios intentos deambulando por la escalera y recorriendo varias plantas, encontró una puerta que no estaba cerrada con llave y entró en el apartamento. Se dirigió a la cocina, pero la nevera estaba vacía. Volvió a salir a la escalera. Probó otras puertas, pero las demás estaban cerradas. Entonces, decidió volver a salir a la calle. “Bah, no merece la pena” pensó decepcionado. “Aunque al final consiga encontrar alimentos, éstos estarán probablemente podridos. En tanto tiempo, las bacterias descomponedoras habrán hecho su trabajo. No me queda más remedio que buscar los explosivos”.

En ese momento sintió que su cansancio era aún mayor que su hambre, debido posiblemente a las fuertes emociones que había vivido recientemente. Decidió que, antes de salir en busca de los explosivos, descansaría un rato. Se sentó en el suelo sobre el bordillo de la acera, y entonces fue consciente por primera vez de lo extenuado que se encontraba.

Decidió tratar de relajarse pensando durante un rato en cosas que no tuvieran nada que ver con su futuro más inmediato. Durante unos instantes se dedicó a escuchar el viento. La posición de Pueblo Tarao, ubicada sobre una meseta, hacía que los vientos fueran muy habituales. No obstante, Pedro nunca había podido escucharlos con tanto detenimiento como entonces. A ratos el sonido parecía el de un silbido humano, y tomaba un tono que era similar al de una advertencia. Pedro recordó que el bullicio de la gran ciudad le había impedido detectar esos detalles en los viejos tiempos. Ahora, el silencio provocado por la ausencia humana resaltaba esos detalles. Al darse cuenta de que no reconocía los edificios que se apretujaban en aquella calle, sintió algo de tristeza. “Allí había una tienda de música. Había todo un estante dedicado a música patriótica” pensó con nostalgia. Sus recuerdos estaban muy vivos, pues para él apenas habían pasado dos meses desde que fuera encarcelado y no pudiera volver a ver las calles de su ciudad. Miró más allá, en dirección a un cruce de calles. Antaño, allí mismo se levantaba el museo dedicado a su persona. Los visitantes, grandes patriotas monteños, podían observar ciertos objetos que le habían pertenecido y que gustoso había donado al museo. Pedro siempre se sintió orgulloso de que aquel museo no hiciera referencia a nada que tuviera que ver con la Tierra o con las costumbres del deicisieteañero que la abandonara. “Ni Kakakulo, ni Val Hancín, ni Anikilator” pensó feliz. En la sala principal del museo, los visitantes observaban con veneración una papelera abollada a la que él había dado un gran valor sentimental. Nunca reveló el significado de aquella papelera, aunque el letrero que la acompañaba rezaba que “supuso para nuestro gran líder el comienzo de su cruzada contra el pedrismo organizado”. Hoy en día, el antiguo emplazamiento del museo era ocupado por dos edificios de menor tamaño: un pequeño templo pedrista en un pobre estado de mantenimiento y una tienda de ropa.

Entonces dedicó sus pensamientos a intentar buscar la razón por la que su proyecto de crear una mujer no fue posible en Hogar. De hecho, si hacía caso a la extraña historia que le había contado Hermano 27351 en su celda, ese proyecto tampoco habría tenido éxito hasta el momento en ninguno de los otros mundos poblados por Pedro Martínez, pues todos ellos estarían poblados únicamente por dicho individuo. Tomó nota mental de que, si le resultaba posible, algún día intentaría averiguar si toda esa historia era cierta.

Antes de eso, trataría de comprobar si realmente él era el último habitante vivo de Hogar. Razonó que, de ser así, la sociedad de Hogar debió entrar en algún tipo de decadencia fatal. Esta decadencia habría tenido lugar mientras él moría una y otra vez, inconsciente de lo que sucedía a su alrededor. Entonces se le ocurrió una posible explicación para esa decadencia que, en realidad, era un viejo miedo que había atormentado clásicamente a la República: quizás, a lo largo del tiempo, muchos habitantes de Hogar acabaron teniendo su propia máquina generadora, y eso supuso el fin de todo gobierno centralizado. El mundo se llenó de señores feudales que tenían su propio generador e impedían el comercio con sus interminables guerras y su minúsculo pedazo de poder absoluto sobre sus respectivos súbditos. El resultado fue la decadencia total del mundo. Pedro razonó que, de ser éste el verdadero motivo, entonces dicha crisis la habría iniciado, al fin y al cabo, él mismo. La razón era que su desmedida violencia contra los deterministas en sus tiempos de consejero de seguridad de Montes Tarao desencadenó, como reacción, la rebelión determinista en Ciudad y el posterior robo de máquinas que permitiría, finalmente, su independencia.

Después se le ocurrió otro posible motivo de la decadencia mundial: la bomba atómica, cuya investigación y desarrollo había desencadenado él mismo al iniciar la guerra y provocar a sus enemigos, habría acabado con todos los hombres de aquel mundo.

Entonces Pedro decidió que no importaba demasiado el motivo concreto de esa supuesta decadencia, pues quizás el problema se pudiera explicar de una manera general que justificase, si lo dicho por Hermano era cierto, la ausencia de variedad de Pedro Martínez en todos los mundos. Razonó que cualquier habitante que, como él, fuera tan poderoso y tan enemigo de la uniformidad obligatoria de Pedro Martínez como para iniciar el proyecto de la creación de una mujer, tendría una necesidad tan grande de cumplir su objetivo que su impaciencia le llevaría a desestabilizar inevitablemente el mundo. Sería fácil intuir que cualquier personaje así tendría realmente esa misma impaciencia, pues ésa era la impaciencia que él mismo sentía, es decir, la que habría sentido cualquier Pedro Martínez que hubiera deseado lo mismo y que se hubiera encontrado en la misma situación. Tras la grave desestabilización del mundo a la que darían lugar sus acciones, el mundo iniciaría una decadencia que haría que el proyecto de crear una mujer se volviera inviable.

Pedro pensó que, si la revelación de Hermano era cierta, entonces el ingrediente básico de todas las sociedades en el universo conocido era el mismo en todos los casos: Pedro Martínez. Por tanto, la evolución de todas esas sociedades solo podría diferir en las peculiaridades del entorno. Si era cierto que tales mundos existían, entonces la historia de todos ellos sería, probablemente, muy similar a la de Hogar.

Si la hipótesis de que él mismo habría desencadenado el fin del mundo era correcta, entonces la afirmación que le hiciera Hermano 27351, en la que anunciaba que él mismo sería una especie de inductor de la gloria del pedrismo, no tendría sentido. “Si por mi culpa hubieran muerto todos los habitantes de este mundo, y con ellos todos los pedristas, entonces ¿qué tendría mi acción de beneficiosa para el pedrismo?” se preguntó.

Algo más relajado, Pedro se preguntó intrigado la razón por la que los únicos cadáveres que había encontrado hasta entonces eran los de él mismo que se pudrían bajo su patíbulo. Resultaba extraño que no pudiera encontrar un solo cadáver de ninguna otra persona en ningún otro lugar. También resultaba extraño que algunos de sus propios cadáveres, concretamente los más bajos de la pila bajo el patíbulo, se encontraran consumidos hasta sus propios huesos, mostrando un proceso de putrefacción y degeneración de agresividad desconocida para él.

“Demasiadas incógnitas” pensó inquieto.

9

Pedro se percató de que llevaba sentado en la acera varias horas enfrascado en sus pensamientos. En ese mismo momento, notó que tenía calor y le dolía la cabeza. Intentando buscar una explicación a dicho malestar, recordó que su propio juicio y su ejecución habían tenido lugar poco antes de la habitual época de gripe anual. “Dado que mi muerte se ha repetido siempre en el aniversario de la primera de ellas, ahora mismo la época del año coincide con la de entonces. Probablemente me haya contagiado de la gripe anual de Hogar” pensó, algo contrariado.

Súbitamente, comenzó a sentir náuseas. Incapaz de contener la intensa arcada, vomitó con profusión. Los líquidos que expulsaba por la boca le salpicaban en el pantalón después de golpear en el asfalto. Ante su sorpresa, su vómito estaba formado fundamentalmente por sangre. Mientras el mundo daba vueltas a su alrededor, tocó el suelo con las palmas de las manos, y le pareció que el suelo estaba congelado. “Estoy ardiendo” pensó. Sus síntomas no le resultaban familiares a los de otras gripes anteriores. “Esto no es la gripe anual, esto es algo que no he sentido nunca”.

Mientras Pedro sentía el sabor de su propia sangre en la boca, similar al del hierro oxidado, se dispuso a ponerse de pie apoyando su peso sobre un brazo. Entonces oyó un chasquido y emitió un agudo alarido de dolor. Su brazo, literalmente, se había tronchado por la mitad al apoyarse sobre él. En medio de intensísimos dolores, Pedro observó un pedazo de hueso ensangrentado sobresalir de su propia carne. Logró levantarse entre intensos gritos al apoyarse sobre sus piernas. “Algo me está comiendo por dentro” razonó. Su pulso estaba acelerado. Notaba cómo su frente palpitaba al ritmo que marcaba una vena que le pasaba cerca de la sien. Simultáneamente, sentía frío. Mientras permanecía de cuclillas y el mundo daba vueltas a su alrededor más rápidamente, Pedro trató como pudo de mantener la cabeza despejada para intentar averiguar lo que estaba ocurriendo.

“El virus o lo que sea que tengo es mucho peor que la gripe”. Tras unos instantes razonó que eso que ahora sufría él era, probablemente, la misteriosa causa por la que habían muerto todos los habitantes de Pueblo Tarao, y quizás también los de todo Hogar. Desesperado, intentó buscar en su memoria algún recuerdo que pudiera valerle para entender aquella situación. El dolor le sacudía por oleadas. Durante los breves descansos que le ofrecía, se concentró en intentar recordar las cosas que le habían enseñado sus científicos durante sus largas conversaciones con ellos en el búnker de Villa Tarao.

“Los únicos virus existentes en Hogar son los que Pedro Martínez trajo de la Tierra. Por tanto, lo que me está matando tiene que ser una mutación de alguno de ellos. Probablemente, una mutación del propio virus de la gripe”. Entonces sintió una nueva punzada procedente de su brazo y gritó. Tras pasársele la oleada de dolor, Pedro trató de volver a concentrarse. Recordó que, de acuerdo a lo que le dijeron sus científicos, un ser vivo sometido a una gran presión ambiental tiende a sufrir mutaciones a lo largo de las generaciones. “Yo mismo introduje por primera vez la costumbre de defenderse de la gripe entre mi propio ejército. Después, durante mi propio juicio, vi que algunos civiles también habían comenzado a defenderse. Probablemente, tras unas cuantas generaciones, todos los habitantes de Hogar pasaron a cubrirse regularmente el cuerpo con algún tipo de traje antiviral para evitar contagiarse de la gripe”. Pedro comprendió que esta costumbre habría tenido fatales consecuencias. “Antes de que se implantara esa costumbre, el virus permanecía idéntico de un año a otro porque estaba perfectamente adaptado para invadir a Pedro Martínez. Después de que eso ocurriera, el virus perdió su adaptación, y la presión ambiental le obligó a mutar. Como resultado, la gripe mutó a una forma mucho más agresiva, mortal”. Entonces, razonó Pedro, la gripe pasó de ser una simple molestia anual para los habitantes de ese mundo a matar a toda la población. La completamente nula biodiversidad genética entre la población humana de Hogar hizo que el virus, que resultaba mortal para un individuo, lo fuera también para todo el resto de los individuos.

Pedro volvió a retorcerse. Notó que su cuerpo había alcanzando un umbral en el que era incapaz de enviarle señales de dolor aún más intensas, por lo que, paradójicamente, empezaba a tolerar las oleadas algo mejor. Volvió a concentrarse. “Entonces, tal y como sospechaba, yo mismo podría ser el responsable del fin de la civilización en Hogar. Mi idea de aislarnos radicalmente de la gripe acabó volviéndose letal” razonó. Ahora que por fin comenzaba a comprender la razón por la que Pueblo Tarao estaba muerto, se mostró más convencido que nunca de que, muy probablemente, también todo Hogar estaba muerto. Pedro pensó que, en el fondo, había algo de justicia en todo aquello. “Si no hubieran lanzado una bomba atómica sobre mis científicos, ellos podrían haber advertido del peligro. Yo mismo sólo he podido comprenderlo a posteriori, después de haberlo visto, y lo mismo le debió suceder a mucha gente en Hogar en cuanto todo ya había comenzado, en cuanto ya era tarde. Pero mis científicos estaban capacitados para predecirlo, y no pudieron hablar”.

A pesar de la satisfacción que Pedro sentía por sus recientes descubrimientos, las oleadas de dolor le devolvían periódicamente a la realidad. Sintió que las fuerzas comenzaban a faltarle. “Parece que yo acabaré de la misma manera” pensó mientras se miraba el hueso sobresaliendo de su brazo.

Al igual que el dolor le afligía por oleadas, el propio ataque que parecía estar destruyendo lentamente su cuerpo también parecía avanzar por oleadas. En aquellos momentos le empezó a dar una cierta tregua. A pesar de la fiebre alta, Pedro sintió que, en esos momentos, su única fuente de dolor era su brazo. Decidió que haría todo lo posible para entender lo que había ocurrido en Hogar antes de morir. Volvió a concentrarse en sus pensamientos.

Pedro se dio cuenta de que aquel terrible virus, aquel ser microscópico que habría matado a todos los habitantes de Hogar y ahora le mataba a él, había adaptado su forma completamente para atacar y matar a Pedro Martínez. Por tanto, para sobrevivir en el tiempo, el virus necesitaría de la existencia del único ser que le servía de sustento, es decir, necesitaría que existieran cuerpos de Pedro Martínez. Pedro pensó en la total ausencia de cadáveres en Pueblo Tarao. “No es posible que todos los habitantes de la ciudad huyeran antes de morir. Más bien al contrario, probablemente mucha gente de los alrededores acudió a Pueblo Tarao en busca de ayuda médica”.

Entonces recordó el extraño y extremo estado de descomposición de sus cadáveres bajo su patíbulo, y comprendió. “No quedan cadáveres porque ese terrible virus consigue comérselo todo. Su adaptación a Pedro Martínez y a sus tejidos es total. Por eso no queda nada” razonó. “Entonces, ¿por qué el virus sigue existiendo? ¿Por qué no se extinguió cuando el propio Pedro Martínez se extinguió de Hogar?” se preguntó.

Pedro se miró a sí mismo y comprendió. “Si hace muchos años que esos virus se comieron los cadáveres de los demás ciudadanos de Hogar hasta sus huesos, entonces el virus sólo puede sobrevivir año tras año gracias a los cadáveres de mí mismo que quedan bajo el patíbulo”. De acuerdo con el tamaño del montón de cadáveres que nadie había podido recoger, Pedro estimó que hacía décadas que los virus vivían con el único sustento de sus cadáveres. De repente, Pedro sintió una gran excitación. Después de todo, podría haber una salida a todo aquello.

10

Frenético, Pedro trató de recordar todo lo que sus científicos le habían explicado a lo largo de los años que pudiera tener algo que ver con los virus. Cualquier detalle podría ser primordial. Recordó que un virus era poco más que una simple cadena genética. “Los agentes externos como la luz o la temperatura tienen el poder de alterar esa cadena” recordó. “Sin embargo, los genes de una población de virus se mantienen más o menos estables de acuerdo al patrón original, pues cada virus se reproduce y se copia a sí mismo muy rápidamente, en general mucho antes de que dichos cambios puedan afectarle sensiblemente. Y las mutaciones que se producen en un virus antes de que éste se reproduzca no tienen efectos negativos a la larga sobre la población total de virus, pues la selección natural hace que se mantenga óptima la capacidad de la población para infiltrarse en el ser al que parasita”.

Pedro razonó que, no obstante, todo aquello podría cambiar si los virus no lograban entrar en contacto con el ser al que parasitaban y para el cual estaban completamente adaptados. “Si un virus no encuentra células para parasitar que le permitan reproducirse, entonces, a la larga, el virus desaparece. Mientras los factores externos alteran su estructura genética como siempre, la inexistencia de seres que parasitar hace que la selección natural deje de preservar la optimalidad de su forma. Entonces, dicha forma pierde su capacidad de penetrar en su objetivo. Es decir, los virus no necesitan morir para desaparecer. Basta con que la inexistencia de su sujeto objetivo haga que dejen de permanecer tal y como son”.

“Entonces”, razonó Pedro, “para acabar con el virus, los sujetos objetivo del propio virus tienen que dejar de existir, al menos durante un largo periodo de tiempo”. En su caso, pensó Pedro con gran excitación, un año completo. No podía estar seguro de que eso fuera suficiente. No obstante, Pedro comenzó a desarrollar una idea que se basaba en ello. Necesitaba que un año fuera suficiente.

Pedro razonó que, aunque probablemente él mismo ya estaba condenado, esos cadáveres de sí mismo que servían al virus de único sustento para reproducirse debían ser eliminados. “Si consigo que no exista ningún cuerpo de Pedro Martínez durante un año completo, entonces todos los virus que ahora mismo sobreviven gracias a mis propios cadáveres morirán o mutarán bajo la acción continuada de agentes externos durante un año completo, o al menos eso espero. Si realmente toda la población de virus está bajo mi patíbulo, entonces su población es muy pequeña. Es posible exterminarlos”. Pedro decidió que el verdadero motivo para exterminar al virus no era permitir su propia supervivencia, pues él ya estaba infectado y eso no tenía solución. El verdadero objetivo sería dar una oportunidad de supervivencia a algún otro Pedro que fuera generado automáticamente en el patíbulo en el futuro. “Esa máquina seguirá generando Antipedros Primeros un año tras otro. Alguno de ellos vivirá” decidió.

Volvió a vomitar sangre, y esta vez su vómito incluyó algunos restos sólidos. Esto le preocupó, pues estaba más decidido que nunca a que no se iría del mundo sin llevar a cabo su última tarea. Decidido a que el dolor del brazo dejara de interferir en su labor, tomó el valor necesario para tratar introducir el hueso en su sitio. Tras gritar como nunca lo había hecho antes y estar cercano a perder el sentido, hundió el hueso entre la carne y la sangre. Volvió a vomitar y trató de concentrarse como pudo. Decidió cerrar los ojos para evitar que la sensación de desorientación le atrapara.

Consiguió recordar su pensamiento anterior: “Para eliminar los virus que sobreviven sobre mis cadáveres, debo eliminar los propios cadáveres. No basta con apartarlos y llevarlos lejos. Por lejos que los lleve, los virus podrían sobrevivir en ellos, y el viento podría volver a traerlos al patíbulo. Hay que eliminar por completo esos cadáveres”. Pedro razonó igualmente que su propio cuerpo, ya infectado, también debía ser eliminado por completo. “Yo soy como cualquier otro cuerpo. También yo permito que el virus sobreviva. Por tanto, debo ocuparme personalmente de que mi cadáver desaparezca cuando yo muera”. Entonces, Pedro se dio cuenta de que, dado el lamentable estado en que se encontraba, jamás podría llevar a cabo las tareas que estaba planeando él solo. “No podré acabar con todos esos cadáveres yo solo”. Decididamente, necesitaba ayuda.

Sacó la libreta y el lápiz y comenzó a escribir una nota en la que explicaba al siguiente Pedro, es decir, al aquel que sería generado en el patíbulo dentro de un año, que debería quemar los cadáveres de sí mismo que se amontonaban bajo el patíbulo. Añadió también la instrucción de que debería igualmente quemar su propio cuerpo. Pedro razonó que la segunda tarea era igual de necesaria. “Yo mismo no podré eliminar todos esos cadáveres. Por tanto, en cuanto mi sucesor surja de la nada, éste quedará inmediatamente infectado por acción de los virus presentes en los cadáveres que todavía queden junto al patíbulo. Así que, cuando lea la nota que ahora escribo, su cuerpo estará también infectado, y estará tan condenado a morir como yo. De hecho, sólo aquel lejano sucesor que surja justo después de aquél que elimine el último cadáver será libre y podrá sobrevivir”.

La nota comenzaba diciendo: “La eliminación del grave mal que te matará requiere seguir las siguientes instrucciones al pie de la letra”. Los intensos dolores que sufría Pedro en ese momento hicieron que decidiera no perder el tiempo en añadir ninguna explicación adicional en la nota que estaba escribiendo. “Me queda poco tiempo y mucho por hacer” pensó. Decidió que no malgastaría su tiempo explicando la existencia del virus ni los motivos que le habían llevado a deducir dicha existencia. “No hace falta que explique nada” decidió. “Mis sucesores descubrirán todos esos detalles por sí mismos al cabo de un rato, en cuanto comiencen a sentir los primeros síntomas. En ese momento, llevarán a cabo exactamente los mismos razonamientos que he hecho yo mismo. Sin embargo, al contrario que yo, los llevarán a cabo mientras trabajan para lograr nuestro fin, no mientras permanecen sentados en una acera perdiendo el tiempo. Es inútil que cada uno de nosotros pierda el tiempo elaborando el mismo plan una y otra vez. Basta con que lo haga uno”.

La nota continuaba presentando las dolorosas instrucciones que debería cumplir aquél que las leyera: eliminar tantos de los cadáveres que se amontonaban bajo el patíbulo como fuera posible y asegurarse así mismo de que el propio cuerpo del que leyera la nota también fuera eliminado al morir. Después, la nota presentaba una prueba de que el autor del mensaje era él mismo, es decir, una prueba de que la nota había sido escrita por otra copia anterior de Antipedro Primero. Ésta consistía en incluir el último pensamiento que tuvo Pedro antes de que se le tomase la foto en el patíbulo: “Ojalá todas las cabezas de todos los habitantes de este maldito mundo cupieran junto a la mía en esta soga”. Finalmente, la nota pedía que la ganzúa y la gorra que se adjuntaban a la nota se dejasen junto a la propia nota donde estaban. La ganzúa, porque todos sus sucesores surgirían del patíbulo esposados a la espalda como él lo hizo. La gorra, para que sirviera de reclamo hacia la nota a los que vinieran después.

Entonces Pedro comenzó a caminar lentamente por la acera en dirección a la Plaza Principal. Cuando llegó allí, se dirigió hacia el patíbulo. La intensa sensación de mareo hacía que sus pasos fueran torpes e imprecisos. Tras evitar por dos veces caer al suelo, alcanzó la pared de la plaza que se encontraba más cercana al patíbulo, ubicaba bajo un amplio porche. Clavó un alambre en la pared a través de una fisura entre dos ladrillos, ensartó firmemente la nota en el alambre, y colgó la gorra en su extremo.

11

Pedro se apoyó en la pared mientras miraba hacia el suelo y apretaba los dientes. Escupió sangre un par de veces.

“Realmente no he vencido todavía. Mi lamentable estado y mi inevitable final hacen que, en justicia, no pueda considerarme el último superviviente de la guerra, y por tanto su vencedor. No obstante, ese maldito virus no me privará de alcanzar la victoria final. Me matará, pero me lo llevaré conmigo a la muerte, aunque me lleve cientos de vidas y muertes”. Entonces Pedro agarró fuertemente un cadáver con su brazo sano por un pie y lo arrastró fuera de la pila. “Aunque nadie pueda verlo ni apreciarlo, yo mismo daré ejemplo. No tengo fuerzas para arrastrar a más de uno, pero si todos llevamos al menos uno, cosa de la que estoy seguro, al final lo lograremos. Nuestro objetivo no es mantener la vida en este maldito planeta. Muy al contrario, creo que la extinción de vida es lo mejor que podría sucederle. No. Nuestro objetivo es ganar la guerra. Cuando uno de nosotros sobreviva definitivamente y no exista un solo pedrista, habremos ganado”.

Pedro pensó que él, al igual que todos los que vendrían después de él, sabía muy bien a dónde había llevar a los cadáveres para su eliminación: a la central de biomasa de Pueblo Tarao, lugar que él mismo había mandado construir durante su gobierno y a la que había enviado tantos pedristas durante la guerra. La central estaba situada en una colina a las afueras de la ciudad en Monte Tarao, a unos pocos kilómetros de la Plaza Principal. “Espero que el horno siga allí. La sentencia que me condenó a muerte también hablaba de mantener esos centros intactos para mi perpetuo escarnio histórico. Una vez allí, este cadáver que arrastraré y yo mismo tendremos el final que nos corresponde. Cuando lo logre, quedarán dos cuerpos menos que eliminar”. Usando uno solo de sus brazos y sufriendo intensos dolores, Pedro comenzó a arrastrar el cadáver en dirección hacia la calle que conducía a la central.

En el camino, cientos de veces se paró exhausto para descansar, y decenas de veces para vomitar. La fiebre y el dolor de cabeza se hacían insoportables. Deseaba con todas sus fuerzas que su brazo roto se le separara del tronco. Por un instante pensó que realmente sería una buena idea encontrar algún objeto con el que amputarlo. No obstante, después pensó que entonces correría el riesgo de desangrarse y morir antes de alcanzar su objetivo. Además, ese brazo también podría alimentar a los virus, por lo que también tendría que ser transportado y eliminado. Sin embargo, su único brazo libre estaba cumpliendo la ímproba labor de empujar un cadáver, por lo que no habría forma de cargar a la vez con el otro brazo. Por tanto, no le quedaba más remedio que aguantar los intensísimos dolores que le atormentaban.

Solo la sensación de estar llevando a cabo una labor trascendental le proporcionaba las sobrehumanas fuerzas que necesitaba en ese momento. Pensó en las condiciones excepcionales de su viaje: Entre grandes sufrimientos que le torturaban, un condenado a muerte cargaba como podía con un gran peso mientras continuaba su recorrido hacia la cima de un monte, donde moriría tal y como él mismo había escogido con el único objetivo de que su propia muerte sirviera para liberar a los que vendrían después de él. Entonces pensó que lo que él estaba haciendo en aquel momento trascendía su propia vida y elevaría su obra hasta la épica divina.

Se hizo de noche y otra vez de día. Hacía frío, y a ratos llovió. La lluvia disolvía las gotas de sangre que caían de su brazo y de su boca. Cuando por fin alcanzó la cima del monte, observó con gran satisfacción que la central seguía en su sitio, tal y como habían solicitado los que le condenaron a muerte. Mientras sentía una gran presión en el pecho que le impedía respirar con fluidez, Pedro siguió arrastrando el cadáver con su brazo sano, extenuado, hasta la entrada del recinto. Al llegar a la entrada, Pedro observó que había una taquilla y que, según parecía, se cobraba por entrar. Con el paso de los años, la central se había convertido en una especie de atracción turística. “Vaya, reconozco que eso no se me ocurrió: cobrar a los pedristas por entrar” pensó mientras sonreía con las escasas fuerzas que le quedaban. Pedro siguió arrastrando el cadáver hacia el horno, y lo introdujo a trompicones en su interior. Después se dirigió a los controles del horno. Mientras volvía a vomitar sangre, observó una inmensa batería junto a los controles. Deseó con todas sus fuerzas que no estuviera completamente descargada. Con un inmenso esfuerzo, se incorporó. Mientras sospechaba que se había fracturado una costilla, pulsó un botón, y el panel se iluminó. A pesar de los gestos de dolor que no conseguía reprimir, Pedro sintió cierto alivio al ver el panel en funcionamiento. Pulsó otro botón y se inició la secuencia de encendido. Mientras el horno se calentaba lentamente, Pedro se dirigió a su interior tirando del delgado hilo que le unía a la vida, y entonces cerró la puerta desde dentro. El cadáver que él mismo había empujado hasta allí yacía a su lado. Sintió que el creciente calor le reconfortaba. Después, mientras ya se abrasaba, sonreía cansado.

12

Pedro volvió a surgir de la nada. Entonces comprobó que todo el escenario que le rodeaba cambiaba súbitamente por el de una plaza completamente vacía y quedó muy sorprendido. Una voz pregrabada le pidió que dijera sus últimas palabras. Mientras trataba de encontrar a Hermano 27351 con la mirada, se limitó a desearle la muerte a Pedro en voz alta. Entonces la trampilla bajo sus pies se abrió y cayó sobre una pila de cadáveres. Tras unos minutos angustiosos, el cable que rodeaba su cuerpo se abrió automáticamente y quedó libre para bajar de aquella pila maloliente.

Cuando se disponía a huir corriendo de tan atroz lugar, vio una gorra de soldado NP colgando de una pared cercana coronada por un porche. Incrédulo, se acercó. La gorra pendía de un alambre, y en el mismo alambre había una nota manuscrita. Al identificar la caligrafía de la nota, se sorprendió enormemente. Más allá de las peculiaridades que resultaban completamente comunes a cualquier habitante de Hogar, había otros detalles en ella que eran propios del modo de escritura particular de Pedro. Se apresuró a leerla. Contenía unas extrañas y espeluznantes instrucciones relacionadas con un supuesto mal. Las instrucciones parecían directamente dirigidas a él mismo. Las últimas líneas de la nota, en la que se recordaba el último pensamiento que había tenido antes de que se le tomara aquella extraña foto en el patíbulo, trataban de corroborar la tesis de que aquél que la había escrito era otro superviviente del patíbulo como él, es decir, otro de los Antipedro Primero que vinieron antes que él.

Usó el alambre para liberarse de las esposas que le oprimían las manos y después dejó el alambre, la nota y la gorra donde los había encontrado, tal y como solicitaba la propia nota. Entonces trató de decidir si debía obedecer las demás órdenes de aquella nota. Ésta le invitaba a suicidarse en cierto horno crematorio, no sin antes colaborar en un extraño proceso de limpieza cadáveres. Por un momento pensó que lo lógico sería creer y obedecer a otra instancia de sí mismo que podría saber cosas que él no sabía. Al fin y al cabo, las motivaciones de aquel individuo deberían ser las mismas que las suyas, pues ambos opinaban igual. Después pensó en la referencia que había en la nota al último pensamiento que tuvo sobre el patíbulo. “Eso prueba que se trata de mí” pensó en un primer momento. Sin embargo, después desconfió y pensó que podría tratarse de algún tipo de trampa urdida por sus enemigos. Al fin y al cabo la nota le pedía, entre otras cosas, que se suicidase. “El pensamiento íntimo que ahí se escribe podría haberse obtenido a alguno de mis antecesores bajo torturas. Mi letra podría ser una imitación, y es fácil fabricar una gorra de soldado NP”.

Entonces decidió que ignoraría lo que ponía en aquella nota. Tenía hambre, así que comenzó a recorrer los alrededores en busca de alimento. Tras unas horas de búsqueda infructuosa, comenzó a sentir algo de fiebre. Un rato después, la agresividad de los síntomas hizo que descartara la gripe anual como causa de su malestar. Pensó en la nota y en la extraña circunstancia de que todo Pueblo Tarao estuviera vacío. Intentó averiguar para qué podría servir obedecer las instrucciones de la nota, y entonces comprendió lo que sucedía. Más rápidamente de lo que lo hiciera el antecesor que había escrito la nota, dedujo la existencia del virus letal mutado a partir del de la gripe, y entendió las razones del plan que se le proponía. Sin dudarlo, se acercó al patíbulo y comenzó a arrastrar un cadáver.

Mientras ascendía entre intensos dolores por la cuesta que conducía a la central de biomasa, vio pequeños restos de tela a lo largo de la carretera. Eran restos de su propio traje de preso, muy envejecidos por el paso del tiempo. “Esa tela se desgarró de los trajes de otros cadáveres al ser arrastrados por el asfalto. Otro u otros ya han seguido este camino antes que yo”. Al ser testigo del sacrificio de los que habían venido antes que él, sintió fuerzas renovadoras. En aquellos penosos momentos, las necesitaba.

Un rato más tarde, su cuerpo se asaba en compañía del cadáver que había empujado con tanto empeño.

13

Muchos años más tarde, como todos los años, Pedro volvió a surgir de la nada. Poco después, se abrió la trampilla y su cuerpo cayó al vacío. Su caída fue frenada cuando las puntas de sus pies chocaron contra una masa blanda, que se desplazó como efecto del choque. Al desaparecer su base, sus pies volvieron a quedar suspendidos en el aire. Mientras se asfixiaba, Pedro notó que seguía vivo y que no se había roto el cuello como esperaba. Presa del pánico, movió su cuerpo compulsivamente y comenzó a balancearse como mecido por el viento. Desesperado, trató de extender las puntas de los pies en busca de una nueva base. Entonces sus pies chocaron con algo y su balanceo se frenó bruscamente. En un equilibrio muy precario, las puntas de sus pies se apoyaban nuevamente sobre algo blando. Al no estar completamente suspendido sobre su propio peso, la fuerza ejercida sobre su tráquea descendió levemente. Esto permitió que pudiera pasar un hilo de aire hasta sus pulmones. Pedro apretaba su diafragma con fuerza para que el vaciado de sus pulmones aumentara la velocidad con la que el aire entraba. A pesar de la nueva fuente de aire, la cantidad de éste seguía siendo insuficiente. Su rostro comenzó a amoratarse. Tras unos minutos, la base que tocaba con sus puntillas comenzó a escurrirse. Entonces, la falta de aire le hizo perder la consciencia.

La recuperó unos segundos después, cuando el cable que sujetaba su cuello se abrió automáticamente y su cuerpo cayó rodando hasta el suelo por una maloliente montaña de extraña textura, a veces dura y a veces blanda. Fue el seco golpe de su espalda contra el suelo lo que le despertó de su letargo. Dolorido, amoratado y casi asfixiado, Pedro abrió la boca todo lo que pudo para tomar aire. La bocanada de fétido aire le produjo náuseas, pero su necesidad de aire era aún muy grande, por lo que continuó aspirando todo el aire que pudo mientras notaba su pulso muy acelerado.

Entonces observó la pila de cadáveres que le había salvado de vida. Trató de levantarse como pudo. Cuando lo logró, vio una gorra de soldado NP que colgaba de un alambre apoyado en una pared cercana. Se acercó, tomó una nota que colgaba del mismo alambre que mantenía la gorra y la leyó. Liberó sus brazos utilizando el alambre en el que se apoyaba la gorra y decidió ignorar la nota, dejándola junto a la gorra y el alambre. Tras unas horas caminando, Pedro notó unas sensaciones extrañas en su cuerpo, y tras unos minutos más decidió que obedecería a la nota. Regresó al patíbulo y se dispuso a tomar un cadáver de la pila.

Al separar un cadáver de la base a empujones, el resto del montón se desmoronó unos centímetros. Cuando lo observó, pensó en lo poco que le había faltado a él mismo para que sus pies dejaran de entrar en contacto con algo firme. Entonces se dio cuenta de que el plan de la nota tenía un error.

“Si dejo el montón de cadáveres tal y como está ahora, entonces mi sucesor que surja dentro de un año morirá, pues esta pila, de altura algo menor, no frenará su caída desde la trampilla. Si después su cadáver se amontona y se alinea correctamente con los demás tras ser soltado por el cable, entonces el sucesor de éste sí vivirá. Por contra, si no es así, quizá harán falta unos cuantos cuerpos, es decir, unos cuantos años más, para que el siguiente sucesor sobreviva” pensó Pedro. No obstante, lo que más le preocupaba no era la supervivencia de unos pocos de sus sucesores; al fin y al cabo, el virus que ahora atacaba su cuerpo condenaría igualmente a sus sucesores posteriores, y la implementación del plan de la nota conducía a la muerte en un horno crematorio. Lo que verdaderamente le preocupaba era el éxito final del plan, independientemente del número de sucesores que hicieran falta para terminar con el virus.

“Cuando cada uno de nosotros quita un cadáver de la pila para llevárselo, la pila se reduce sensiblemente, y si queremos tener éxito no podemos permitir que este proceso continúe sin fin. Si yo no evito que mi sucesor se rompa el cuello entonces, cuando al final el tamaño de la pila se vuelva a recuperar por la acumulación de los que mueran después de él, el siguiente sucesor podrá sobrevivir de nuevo. Pero entonces el mismo proceso volverá a comenzar desde el principio. Es decir, los que vengan después de dicho sucesor quitarán cadáveres hasta que la pila se vuelva insuficiente para el siguiente, y entonces el siguiente o siguientes volverán a morir hasta que la pila se recupere. Y esto ocurrirá, una y otra vez, para siempre. Si yo, que soy el último antes de que la pila sea insuficiente, no evito este problema, entonces ninguno de los sucesores que se encuentren exactamente en esa misma situación en el futuro se dará cuenta tampoco. Todos razonamos de la misma manera. Por lo tanto, para evitar que comencemos un bucle sin fin, debo solucionar este problema yo mismo”.

Pensó que la solución más segura consistía en atrancar la trampilla para que nunca llegase a abrirse. Después descartó la idea, pues entonces el siguiente Pedro quedaría encerrado para siempre dentro de la mampara blindada que rodeaba todo el patíbulo. Necesitaba una solución diferente. Salió de la plaza y se adentró en una calle con la intención de encontrar algo que pudiera valerle.

Entró en un portal y subió las escaleras en busca de algún apartamento cuya puerta no estuviera cerrada con llave. Encontró uno y entró. A pesar de los síntomas de la enfermedad que iban en aumento, sentía algo de hambre, así que se dirigió a la nevera. Para su sorpresa, ésta estaba abierta. Desgraciadamente, también estaba vacía. Decepcionado, Pedro decidió concentrarse en su labor y se dirigió al salón. Allí encontró un gran armario con una amplia base. Como casi todos los armarios en Hogar, era de metal. Dada la ausencia de vida vegetal e hidrocarburos en Hogar, el metal era el material habitual para construir muebles. Pedro empujó el armario fuera del apartamento y después, con gran dificultad, escaleras abajo.

Extenuado y febril, lo siguió empujando por la calle hasta que llegó a la plaza. Entonces abandonó el armario cerca del patíbulo y se subió a la cima de la pila de cadáveres. Allí retiró el primero de ellos a empujones y lo apartó de la pila unos metros. Volvió a subir a la cima y apartó el siguiente. Así, una y otra vez.

Los efectos de la enfermedad que lo mataba iban en aumento. Cansado, Pedro subía una y otra vez a la cima de la pila para apartar un cadáver más. Cada vez lo hacía más despacio.

Después de innumerables veces más, cuando la sangre de sus vómitos se mezclaba con la carne putrefacta de los cadáveres, por fin consiguió retirar el último de los cadáveres que se amontonaban debajo de la trampilla. Ahora los cadáveres se esparcían sin orden en el espacio alrededor del patíbulo. En ese momento, Pedro sentía como si su cuerpo pesara el doble de lo normal, y tenía mucho frío. Su fiebre era muy alta.

“Todavía no… No puedo morir ahora… Debo hacer una última cosa” pensó extenuado. Tras pararse una vez más para vomitar, se acercó al armario y comenzó a empujarlo en dirección al patíbulo. Una y otra vez lo intentaba, y una y otra vez paraba extenuado. En cada intento, apenas lo desplazaba unos centímetros. Debido a su esfuerzo y a la repentina debilidad de sus huesos, primero se le rompió un brazo, y después el otro. Al final, entre las intensas náuseas y un insoportable dolor de cabeza, comenzó desplazar el armario apoyando sobre él uno de sus hombros y haciendo fuerza con las piernas en dirección contraria.

Tras interminables intentos, el armario quedó colocado justo debajo de la trampilla.

“Ya está. Ahora el plan es correcto” pensó mientras se desplomaba junto a los demás cadáveres.

14

Pedro volvió a surgir de la nada. Poco después, su cuerpo caía sobre un armario. Este hecho sorprendió enormemente a Pedro. “¿Quién ha puesto esto aquí?” se preguntó extrañado. Trató de mantener el equilibrio sobre él, consciente de que se ahorcaría si cayera. Observó muy extrañado los cadáveres que se esparcían alrededor del armario. Tras unos minutos de angustiosa incertidumbre, el cable que rodeaba su cuello se abrió, liberándole. A pesar del inmenso alivio, la situación no era todavía sencilla: tenía que bajar de lo alto de un armario de unos dos metros de altura con las manos esposadas a la espalda.

Consciente de que de aquella situación no lo libraría nadie, trató de sentarse en la superficie del armario con las piernas colgando hacia fuera. De esta forma, reduciría la distancia de su caída. Después, se desplazó hacia delante para dejarse caer. Para su mala fortuna, hizo este movimiento con gran torpeza, de tal forma que su cuerpo giró sobre sí mismo hacia delante mientras caía. Mientras era consciente de que caería de bruces, trató instintivamente de extender sus brazos hacia delante, pero éstos permanecieron sujetos por las esposas que las oprimían. Su caída se frenó con el duro choque de su cuerpo contra el suelo de la plaza. Había caído sobre sus costillas. A pesar del miedo que le producía que alguien pudiera oírle, no pudo evitar emitir un grito de dolor. Al levantarse escupió sangre. “Parece que me he roto algo por dentro” pensó.

Entonces vio la gorra y leyó la nota que lo acompañaba. Su contenido le sorprendió más aún.

“¿Mal que me matará?” se preguntó mientras se abría las esposas con un alambre. Dejó la nota donde estaba y se miró el cuerpo. “El golpe ha sido brusco y doloroso, y es posible que incluso me haya roto algo, pero me parece muy exagerado que vaya a morir por ello…”. Se miró al estómago y sintió miedo. “No lo entiendo, el dolor es superficial…”.

Miró los cadáveres que rodeaban al armario. “Y sin embargo, todos esos son yo…”. Volvió a mirar el armario. “¿Todos ellos murieron por el golpe que se dieron al caer del armario?” se preguntó mientras meneaba la cabeza. “O sea, que todos ellos fueron igual de torpes que yo… Bueno, eso es lógico”.

Pedro se tocaba el pecho en busca de alguna anomalía, pero no encontró nada fuera de lo común. A pesar de ello, la nota y la presencia de los cadáveres era muy clara. Sintió algo de temor. Entonces volvió a mirar el armario. “Según la nota, la solución a este problema consiste en eliminar todos estos cadáveres y en eliminarme a mí mismo”. Esto era lo que le producía más incredulidad. “¿Qué tiene que ver eso con… algo?” se preguntó.

Sintió hambre y partió en busca de posibles alimentos en los alrededores. Al cabo de un rato comenzó a sentir fiebre. El mundo a su alrededor comenzó a dar vueltas y vomitó. Estaba ardiendo. Temeroso, se dio cuenta de que todos esos síntomas parecían dar la razón a la oscura profecía de esa misteriosa nota. Se estremeció al pensar que su vida podía estar efectivamente en peligro. “Decididamente, me debí romper algún órgano interno o algo así”. Sintió miedo. Mientras se miraba el pecho con incredulidad, pensó que, después de haber sobrevivido a la horca, ésa era la muerte más estúpida que se le podía ocurrir. Regresó al patíbulo para volver a leer aquella nota.

Poco después los síntomas de su debilidad se hicieron extremadamente agresivos, y entonces llegó a la conclusión de que realmente iba a morir. “Así que todos mis sucesores murieron debido al golpe sufrido al caer de ese armario” razonó. “No obstante, la solución que propone la nota es absurda. ¿Para qué iba a eliminar esos cadáveres y mi propio cuerpo?”. Se dio cuenta de que la solución correcta a ese problema era, en realidad, extremadamente sencilla. “¿Y si busco otro armario más pequeño y lo pongo al lado de éste a modo de escalera?”. Convencido de que eso sí tenía sentido, salió hacia los alrededores en busca de algún objeto que le valiera.

Tras una intensa búsqueda por los apartamentos cercanos, encontró un mueble de metal macizo que le pareció adecuado. Al comenzar a desplazarlo se sorprendió de lo pesado que era. Mientras sentía intensas náuseas, lo empujó por las escaleras hasta que lo sacó a la calle. Entonces lo arrastró por la calle hasta la plaza y lo colocó junto al otro armario. Se detuvo para tomar aire y para observar todo el conjunto. “No puede ser que esto sólo se me haya ocurrido a mí. No lo entiendo. No soy más listo que los otros”. Entonces subió al armario pequeño y luego desde éste al grande. Se puso las manos a la espalda para simular estar esposado y trató de bajar al armario más bajo con la máxima torpeza que pudo. A pesar de ello, cayó correctamente a éste, y después de éste al suelo. “Sencillísimo” pensó.

Indignado, pensó que lo más surrealista de toda aquella situación era la absurda solución que la nota proponía para evitar que cada Pedro muriera de la misma manera. Furioso por las absurdas instrucciones de la nota, pero más furioso aún porque la sencilla solución que él había ideado le salvaría la vida a su sucesor pero no a él, se acercó a la nota con la intención de romperla. Cuando la nota ya estaba en el interior de su puño hecha una bola, se detuvo para pensarlo una segunda vez.

“No puede ser que esta solución se me ocurriera sólo a mí”. Una nueva arcada le hizo volver a vomitar. Esta vez había sangre entre los restos de su vómito. Lo absurdo de toda aquella situación le superaba. “Algo no cuadra” pensó mientras sentía la acidez de su garganta. “Tiene que haber algo que no esté teniendo en cuenta”. Miró la nota arrugada en su mano. “No puedo destruir algo que no entiendo” decidió mientras volvía a colocarla en su sitio. Se sentía ardiendo y las arcadas eran constantes. Miró el patíbulo y los cadáveres.

“Está bien” pensó. “El que venga detrás de mi no hará lo mismo que yo, pues las cosas ya no son iguales. Ahora hay dos armarios bajo el patíbulo en vez de uno, así que el siguiente bajará segura y cómodamente al suelo gracias a mi escalera. Él no se romperá nada al caerse, pues no se caerá. Si él entiende la nota, entonces que la obedezca él” pensó. Después se sentó en el suelo dispuesto a no moverse de allí.

Cuando los síntomas de lo que le mataba ya eran extremadamente ostensibles y dolorosos, se recostó en el suelo. Se dio cuenta de que su cuerpo comenzaba a oler como los cadáveres que había a su alrededor. Se lamentó de su absurda muerte.

15

Pedro volvió a surgir de la nada. Al cabo de un rato cayó sobre un gran armario. Un rato más tarde, el cable que rodeaba su cuello se abrió. Entonces bajó desde el armario sobre el que se apoyaba a otro más pequeño, y desde éste al suelo. A su alrededor se tendían varios cadáveres de sí mismo en diferentes estados de descomposición. Vio una nota junto a una gorra y la leyó. Al no sentir ningún mal, decidió no obedecerla, la dejó donde estaba, y comenzó a recorrer la ciudad. Cuando, poco después, comenzó a sentir los dolorosos síntomas de una extraña enfermedad que había contraído, pensó en la nota. Por inspiración de ésta, razonó que el origen de su mal debía ser un virus letal mutado a partir del de la gripe. Volvió al patíbulo y tomó un cadáver por los brazos. Comenzó a arrastrarlo por la calle que conducía a la central de biomasa de Pueblo Tarao.

Muchos años más tarde, como todos los años, Pedro volvió a surgir de la nada. Entonces repitió igualmente, como siempre, la misma operación, los mismos pasos. No obstante, esta vez el cadáver que trasladaba era el último de los cadáveres que quedaba junto al patíbulo.

16

Pedro volvió a surgir de la nada. Un rato más tarde, tras la habitual secuencia de miedos, dudas y sorpresas, se encontraba leyendo una nota. Ésta hacía referencia a un supuesto mal e invitaba a hacer algo con ciertos cadáveres y con el propio cuerpo, supuestamente moribundo, de aquél que la leyera. La gorra NP que acompañaba a la nota y una cita que contenía al final parecían indicar con claridad que la nota estaba destinada a él.

No obstante, Pedro no entendió a qué cadáveres se refería la nota. No había cadáver  alguno en torno al patíbulo. Tampoco sentía ninguna enfermedad. Ante lo absurdo de la nota, Pedro decidió ignorarla.

Comenzó a recorrer las calles de Pueblo Tarao. Para su sorpresa, la ciudad estaba completamente vacía. No consiguió entender la razón por la que no había persona alguna. “Debió suceder alguna horrible catástrofe” imaginó. Elaboró varias teorías que podrían explicar todo aquello. Todas ellas justificarían la misteriosa erradicación de la vida que había sufrido Hogar mientras él mismo moría en el patíbulo una y otra vez. Desgraciadamente, no tenía forma de comprobarlas. Lo que más le sorprendía era la total ausencia de cadáveres en la ciudad. “Si ocurrió una catástrofe, deberían quedar pruebas de ella, ¿no?” se preguntó intrigado. Para eso no tenía respuesta.

Al cabo de unas horas de inspección sintió hambre. En un primer momento, pensó en  la máquina generadora que le generaba a él mismo todos los años en el patíbulo. Muy probablemente, aquella máquina también podía generar los cuatro alimentos de Hogar. Desgraciadamente, la máquina estaba encerrada dentro del blindaje que rodeaba todo el patíbulo. Necesitaría explosivos para destruir dicho blindaje. Decidió que, por ahora, se limitaría a buscar comida entre las tiendas y los apartamentos de la ciudad. A pesar de su afanosa búsqueda, no encontró nada.

Mientras continuaba su infructuoso recorrido, pasó por una calle en cuyo asfalto se acumulaban cientos de pequeños restos de tela vieja. Algunos de los pedazos de tela parecían muy antiguos. Pedro se sorprendió enormemente cuando consiguió identificar el origen de aquella tela. “¡Son pedazos de mi propio traje de preso!” descubrió. Entonces se dio cuenta de que se encontraba en la calle que conducía a la central de biomasa de Pueblo Tarao.

“Parece que mis antecesores en el patíbulo, o más probablemente sus cadáveres, han sido arrastrados por el suelo una y otra vez por aquí” dedujo. Observó que el rastro conducía a la central de biomasa. “Otros que vinieron antes de mí cumplieron lo que pedía esa nota acerca de eliminar ciertos cadáveres. Y parece que esos cadáveres eran en realidad de mí mismo. Pero, ¿de dónde sacaron ellos los cadáveres? ¿Por qué yo no los veo?” se preguntó. Entonces se dio cuenta de que, posiblemente, le faltaban datos importantes para entender todo aquello. “Creo que ellos entendieron el mensaje porque vieron algo que yo no vi. Hasta que yo no vea eso mismo, no lo entenderé”.

Decidió que seguiría ignorando lo que había leído en la nota y continuaría su búsqueda de alimentos. Tras un rato más de búsqueda se dio cuenta de que, después de tantos años, sería imposible encontrar comida que no se hubiera descompuesto. Dedujo que su única fuente de alimentos era la máquina generadora. Entonces decidió que buscaría los explosivos que necesitaba entre los arsenales secretos que había utilizado su ejército durante la guerra. Éstos se repartían en los alrededores de Pueblo Tarao, en un radio de unos veinte kilómetros. “Espero que alguno de ellos nunca fuera descubierto” deseó. En un primer momento se le ocurrió que podría tratar de utilizar alguno de los vehículos que se encontraban aparcados desde hacía años en las aceras de la ciudad. Entonces observó que los carriles metálicos del suelo no trasmitían energía. “Tras años sin mantenimiento alguno, la red eléctrica se colapsó” dedujo. Decidió que, probablemente, alguno de los arsenales secretos que buscaba albergaría algún vehículo militar autónomo, pero no tendría más remedio que realizar la búsqueda a pie.

Durante los cinco días siguientes, Pedro recorrió caminando las carreteras vacías que rodeaban Pueblo Tarao en busca de los lugares en los que antaño se situaban los arsenales de explosivos de su ejército. Aunque la temperatura y el clima le acompañaron muy favorablemente, el gran esfuerzo físico y la falta de alimentos hicieron que el camino se le hiciera cada vez más pesado.

Caminando sin descanso, alcanzó una decena de los lugares en los que algún día hubo arsenales de su ejército. No obstante, los arsenales que antaño había ocupado dichas posiciones habían sido descubiertos y adecuadamente desmantelados hacía mucho tiempo.

Aunque bebía el agua de los ríos, su hambre se había convertido en un problema real. Poco a poco, comenzaron a faltarle las fuerzas necesarias para continuar su búsqueda. Las largas caminatas por aquellas carreteras solitarias se le hacían eternas. Deseaba con todas sus fuerzas encontrar algo que llevarse a la boca. Pensó en la comida de la Tierra. Después pensó en la comida de Hogar, y notó que, a pesar de ello, la saliva seguía inundando su boca. Decididamente, estaba muy hambriento.

Todavía quedaba otra veintena de posiciones más por explorar, pero su debilidad hizo que se replanteara la utilidad de continuar aquella búsqueda. Mientras caminaba por el asfalto de una de aquellas carreteras infinitas, decidió pararse durante unos momentos para descansar y, sobre todo, pensar. Se apoyó sobre una piedra cercana a la carretera. Aquel territorio era llano y anodino. Sintió el viento golpear su cara.

“Tiene que haber algún otro modo de abrir ese maldito blindaje” deseó. Tras unos minutos en los que no encontró ninguna alternativa, se incorporó y se dispuso a continuar. Sin embargo, justo en ese momento recordó aquella misteriosa nota. Por un momento sospechó que esa nota tenía algo que ver con todo aquello. Sus tripas protestaron sonoramente. Entonces comprendió.

“Ese mal al que se refiere aquella nota… el mal que me matará… ¡Es el hambre!” descubrió súbitamente. Entonces trató de utilizar su hallazgo para comprender el resto de la nota. “¿Por qué iba a solucionarse ese mal por medio de la eliminación de cadáveres, o incluso por medio de mi propia eliminación? Si sólo citara la primera de ambas cosas, entonces quizá se tratara de una invitación a que me los comiera… No, no puede ser… No soy un ave carroñera, así que mi estómago no podría digerir la carne descompuesta. Tiene que referirse a otra cosa…”.

Entonces pensó en todos los cadáveres que sus antecesores habían transportado misteriosamente hasta la central de biomasa de Hogar. Su delgada cara se iluminó.

–          ¡Ya lo tengo! – gritó al viento. Éste no le contestó.

“La central de biomasa permite extraer la energía liberada por la descomposición de los cadáveres” pensó. “Con la energía obtenida de esa manera se podría llenar una gran batería eléctrica. Entonces podría colocar esa batería junto al blindaje que rodea el patíbulo y cortocircuitarla. Si el voltaje fuera muy alto o la energía acumulada fuera suficiente entonces produciría una explosión… ¡y el blindaje quedaría abierto!”. Su corazón comenzó a acelerarse. Ahora, todo tenía sentido. “¡La nota trató de decírmelo! ¿Cómo pude no darme cuenta?” se lamentó.

“Por fin lo entiendo” pensó triunfal. “Cumpliendo las instrucciones de la nota, todos mis antecesores transportaron a la central todos los cadáveres que encontraron. Por medio de la acción conjunta desarrollada por cada uno de ellos, trataron de acumular la energía necesaria para llenar una de esas baterías. Primero debieron trasladar todos los cadáveres de los antiguos ciudadanos de Pueblo Tarao que encontraron por las calles; por eso no hay cadáver alguno en la ciudad. Cuando éstos se agotaron, comenzaron a trasladar los cadáveres de sus propios antecesores del patíbulo, los cuales habían muerto ahorcados o, tras librarse de la horca, de hambre. Cada uno de mis antecesores debió utilizar todas las fuerzas que tenía para trasladar cadáveres a la central, hasta que finalmente el hambre hizo que no pudiera más. Cuando cada uno de ellos observó que no había acumulado la suficiente energía, extenuado por la falta de alimentos y cercano a la muerte por la hambruna decidió obedecer la segunda instrucción de la nota y colaborar a la causa con su propio cuerpo. De esta forma permitiría que alguno de los sucesores, algún Antipedro Primero, lograra sobrevivir” pensó Pedro. Bajo los efectos del hambre atroz que le atormentaba, sintió que todo aquello cuadraba. Sintió que, después de todo, quizás se encontrara cerca de poder comer. “Quizás mi último antecesor que sacrificó su cuerpo aportó con dicho acto la energía que faltaba para llenar la batería hasta el nivel necesario. Quizá yo mismo pueda sobrevivir…”.

Con renovadas fuerzas, se dirigió hacia la central de biomasa de Pueblo Tarao. Allí encontró una batería. Se extrañó al verla conectada al horno crematorio en lugar de a la cámara de descomposición. Presa de su ansia, pasó el hecho por alto y se apresuró para comprobar el nivel de la batería conectándola a un instrumento de medición. Estimó que, de encontrarse llena o casi llena, podría servir para su plan y utilizarse como explosivo. Nervioso, se concentró en el instrumento medidor.

Entonces sintió una terrible decepción. La carga de la batería era inferior a una cuarta parte del total.

Su decepción se transformó después en desesperación. Definitivamente, moriría de hambre. Ya no le quedaban ni fuerzas ni ganas para continuar buscando explosivos por aquellas carreteras solitarias. Mientras sentía un inmenso cansancio, decidió que era imposible que alguno de esos arsenales siguiera existiendo.

Entre sollozos, tomó la firme decisión de que su muerte no sería en vano. Colaboraría con todos aquellos que eran iguales a él aportando a la causa común la poca energía que todavía se almacenaba en su cuerpo. Tomó la batería y se dirigió a la cámara de descomposición de la central.

Mientras caminaba cansado, por un momento se le ocurrió que podría ahorrarle algunas caminatas a sus sucesores si les advertía de que buscar explosivos era inútil y les mostraba claramente el verdadero significado de la nota. Después pensó que se encontraba demasiado cansado como para volver a bajar al pueblo, buscar algún lápiz, enmendar la nota que colgaba de aquella pared y volver a subir hasta la central. “Bah, todo eso es innecesario. Al final, todos ellos entenderán la nota al igual que yo mismo logré hacerlo.”.

Entonces decidió que era el momento de cumplir con su destino. Conectó la batería con la cámara de descomposición y después se arrastró dentro de la cámara. Consciente de que la puerta sólo se podía abrir desde fuera de la cámara, la cerró desde dentro.

Unos días después, Pedro se consumía definitivamente. No obstante, fue el hambre y el cansancio, y no una concentración muy elevada de bacterias descomponedoras, lo que le mató. Después de muchísimos años de desuso total de la central, dichas bacterias ya no ocupaban la cámara de descomposición. Las únicas bacterias descomponedoras que se encontró allí fueron las que su propio cuerpo transportaba sobre su piel desde que fue generado en el patíbulo. Como resultado, la concentración de éstas no fue la adecuada para provocar una invasión que fuera energéticamente eficiente. La degradación de su cadáver, básicamente fruto de la simple deshidratación de sus tejidos y de la rotura de sus membranas celulares, fue lenta e incapaz de desencadenar algún tipo de energía que pudiera ser captada por los mecanismos de la cámara. Tras su muerte, la carga de la batería permaneció inalterada.

Si bien su cuerpo apenas fue afectado por bacterias descomponedoras, el verdadero hecho singular fue que aquélla fue la primera vez que Pedro no fue infectado por virus alguno. Tras un año de ausencia total de cualquier resto biológico de Pedro Martínez en Hogar, el virus que había mutado hacía mucho tiempo a partir del virus de la gripe para matarle había, a su vez, muerto de hambre.

Mientras tanto, el undécimo arsenal secreto, siguiente en la lista de arsenales prioritarios de Pedro y primero que decidió no visitar, esperaba repleto e intacto.

17

Pedro volvió a surgir de la nada. Unos minutos después leyó una nota y decidió ignorarla. Tras buscar comida sin éxito, decidió que necesitaba explosivos para acceder a la máquina generadora de su patíbulo. Después de buscar en una decena de posibles ubicaciones, el hambre acuciante y el cansancio acumulado hicieron que se detuviera a tratar de encontrar una solución alternativa. Cuando ya se disponía a desistir en su búsqueda de opciones alternativas, recordó la misteriosa nota del patíbulo. Entonces decidió que por fin había entendido el significado de aquella nota. Muy excitado, se dirigió a la central de biomasa en búsqueda de una fuente de energía potencialmente explosiva. Tras observar con gran decepción que ésta no alcanzaba sus expectativas, decidió que le faltaban las fuerzas necesarias para continuar la búsqueda. Entonces se introdujo en la cámara de descomposición para colaborar en el proceso, aunque en vano.

Una y otra vez, Pedro volvió a surgir de la nada para repetir el mismo patrón. Los años en los que las condiciones climatológicas de la época posterior a surgir del patíbulo le acompañaron favorablemente, llegó a visitar diez antiguos arsenales antes de que el cansancio y el hambre le hicieran replantearse su búsqueda y, debido a ello, encontrara su solución alternativa. No obstante, hubo muchos años en los que las persistentes lluvias o un calor sofocante provocaron que se replanteara su búsqueda un poco antes, tras visitar sólo ocho o nueve de los lugares en los que podría encontrar explosivos. En un par de ocasiones, una ola de frío y unas lluvias torrenciales provocaron que concluyera su búsqueda tras sólo seis o siete. En una ocasión, la combinación de ambas condiciones hizo que desistiera tras sólo cinco.

Una y otra vez, Pedro corrió la misma suerte. Una y otra vez, la carga de la batería no aumentó ni lo más mínimo.

Una y otra vez…

18

Un día, el efecto acumulado del polvo, la temperatura cambiante y la humedad de las lluvias a lo largo de tantos años hizo que el texto de aquella nota que se sujetaba sobre un alambre clavado en una pared quedara muy débil, casi ilegible e imperceptible. Ese año Pedro volvió a surgir de la nada. Al bajar del patíbulo, se interesó como siempre por aquella nota. A duras penas consiguió leer su contenido.

A pesar de que la nota hablaba de cadáveres y de males que no existían, la manera en la que citaba un pensamiento que no le había contado a nadie y que había tenido hacía unos pocos minutos, antes incluso de que la máquina generadora le creara, le intrigaron. “Ojalá todas las cabezas de todos los habitantes de este maldito mundo cupieran junto a la mía en esta soga” citaba la nota con asombrosa precisión. Decidió que, aunque no cumpliría lo que allí se decía, trataría de preservar el contenido de aquella misteriosa nota.

Comenzó a buscar algo que pudiera ayudarle para mantenerlo. Encontró un lápiz y un papel en un taller cercano a la plaza. El lápiz era corto por haber sido muy usado antes, pero estaba en buen estado. Lo utilizó para copiar palabra por palabra el mensaje que contenía la nota en el papel nuevo. Entonces intercambió la nota antigua por la nueva. Por si la nota volvía a borrarse, dejó el lápiz junto a la nota. Así, él mismo o cualquier otro podrían evitar de la misma forma que aquella misteriosa nota se perdiera. Después comenzó a recorrer los alrededores en busca de comida.

Paso por paso, volvió a repetir las mismas acciones de los que le precedieron. Como siempre, comenzó su peregrinaje en búsqueda de explosivos. Como siempre, cuando el hambre le acució abandonó su búsqueda para implementar la idea alternativa que aquella nota le había inspirado. Como siempre, murió de hambre en una cámara de descomposición sin bacterias descomponedoras.

De igual forma, tras muchísimos años más, el mensaje volvió a quedar semiborrado por efecto del entorno. Cuando Pedro volvió a surgir aquel año, se dio cuenta del problema y utilizó el pequeño lápiz que adjuntaba a la nota para reescribirlo. Entonces transcurrieron muchos más años de la misma manera, el mensaje se volvió a borrar, y el Pedro que surgió aquel año volvió a restaurarlo de nuevo.

Así una vez, y otra, y otra…

Hasta que, un día, el lápiz que cada Pedro usaba para reescribir el mensaje cada muchísimas veces se agotó.

Muchos años después, el mensaje volvió a quedar semiborrado por acción del entorno. Entonces el correspondiente Pedro volvió a percibir, al igual que hicieran otras veces sus antecesores, que el mensaje no se leía bien y que debía repasarse. Dicho Pedro buscó un nuevo lápiz, pero tras una intensa búsqueda no lo encontró. Rebuscó intensamente en un taller que encontró, pero no halló nada. Entonces comenzó a sentir hambre, y decidió que su necesidad de comida era más imperiosa que la de mantener esa extraña e incomprensible nota. “Bah, todavía es posible leerlo. Aunque fuera cierto lo que dice y fuera a morir, aunque las instrucciones que incluye fueran importantes, no creo que éstas se pierdan para siempre por no copiarse justo ahora”. Entonces, salió en busca de comida y obró como sus antecesores.

19

Pedro volvió a surgir de la nada. Al bajar del patíbulo, vio una gorra de soldado NP colgada de un alambre. También había una nota. Usó el alambre para liberarse de sus esposas. Entonces se concentró en la nota.

Se lamentó de que el contenido de la nota fuera ilegible para él. Por más que lo intentó, no consiguió más que deducir algunas letras sueltas y ni una sola palabra. Le preocupó el hecho de que aquel papel pudiera tratar de decir algo importante, pero no tuvo más remedio que renunciar a descifrarlo. Decepcionado, se encogió de hombros.

Como no pudo leer cómo la nota le pedía que no se llevara la gorra, Pedro la tomó y se la puso. Pensó que ya no necesitaría el alambre, así que lo dejó donde estaba, y sobre él volvió a ensartar la inescrutable nota. Mientras se sorprendía de la asombrosa secuencia de casualidades que le había permitido sobrevivir al patíbulo, decidió que tenía hambre. Al comprobar que la máquina generadora estaba encerrada dentro de un blindaje, decidió que, por el momento, se conformaría con buscar alimentos en los alrededores de la plaza. Tras una infructuosa búsqueda, dedujo que su única fuente de alimentos era la máquina generadora. Por lo tanto, necesitaría explosivos. Entonces partió hacia los arsenales de su antiguo ejército.

Tras visitar los diez primeros sin éxito, se replanteó la utilidad de aquella búsqueda. Trató de encontrar alguna opción alternativa.

Después de pensar durante un rato, no encontró ninguna solución que le satisficiera. En aquel momento no encontró ninguna fuente de inspiración que le aportara nuevas ideas. Pensó en que aquella extraña nota que no había podido leer quizás guardara alguna relación con todo aquello. Desgraciadamente, no había logrado descifrarla. Al final, desistió de su búsqueda de alternativas y decidió que no había otra opción posible: su única posibilidad de conseguir alimento seguía consistiendo en encontrar los explosivos que escondió su ejército. Por tanto, tenía que continuar su búsqueda. A pesar del hambre y del cansancio, continuó su viaje y se dirigió hacia el undécimo arsenal.

La entrada de éste consistía en un pequeño pasadizo que se ocultaban entre unas colinas, lejos del pueblo más cercano. Al arrastrarse por él y acostumbrarse a la oscuridad, Pedro observó con inmensa alegría que sus tesoros permanecían intactos. Ante sus ojos se apilaban ordenadamente todo tipo de armas e instrumental relacionado. No encontró cartuchos de explosivos, pero halló una caja repleta de granadas. En una esquina de la sala se encontraba un pequeño vehículo blindado. Pedro se acercó y comprobó con gran satisfacción que su batería no estaba completamente descargada. “No es mucho, pero creo que llegará hasta Pueblo Tarao. Me ahorraré la caminata de vuelta” decidió con satisfacción mientras se frotaba las doloridas piernas con los brazos. Entonces agarró la caja de granadas y salió al aire libre. Dejó la caja en el suelo y tomó una granada. Le quitó la anilla y la lanzó lejos. Al cabo de unos diez segundos, la granada explotó sonoramente dejando un  pequeño cráter en el suelo. “Servirá” decidió con satisfacción. Entró en el arsenal para coger un rollo de cinta aislante. Descartó llevarse cualquier otra cosa y comenzó a palpar el polvoriento suelo con las manos. “Aquí está” se dijo cuando sus manos encontraron una cuerda que se extendía oculta por el suelo. Tiró de ella con fuerza y entonces un lateral de la sala se derrumbó con estrépito, abriendo una nueva salida al exterior. Agarró la caja de granadas con ambos brazos y se introdujo en el vehículo blindado. Tras sentarse en el asiento del piloto, lo puso en marcha y lo condujo al exterior del arsenal. Mientras recorría la carretera de vuelta a Pueblo Tarao, Pedro no podía ocultar su inquietud ante la posibilidad real de volver a comer.

Al adentrarse en las avenidas de Pueblo Tarao, se dio cuenta de que le resultaba raro no tener que pararse en los cruces cuando su calle no tenía prioridad. Poco después se acostumbró a no parar. “La nueva situación es que siempre tengo la prioridad. Vuelvo a ser prioritario” decidió con gran satisfacción. Poco después, detuvo el vehículo en la Plaza Principal y se acercó a pie al patíbulo.

Mientras observaba la estructura, trató de calcular cuántas granadas harían falta para hacer un agujero en aquella mampara blindada de tal forma que la onda expansiva no dañara a la máquina generadora que se encontraba encerrada en su interior. Echó un rápido vistazo a todo el conjunto. Entonces pensó que destruir la mampara era posiblemente una mala idea. “Si trato de hacer un agujero en la mampara blindada entonces posiblemente la mampara al completo se hará añicos y varios cientos de kilos de fragmentos de cristal blindado caerán sobre la máquina generadora”. Decidió que, en lugar de destruir la mampara, trataría de acceder a la máquina generadora abriendo un agujero en la plataforma metálica del patíbulo.

Pedro escaló la misteriosa escalera de armarios que se ubicaba bajo la trampilla del patíbulo y que había permitido que sobreviviera a la horca algunos días antes. Observó que desde el armario más alto era capaz de alcanzar la trampilla con el brazo extendido. “Volaré la trampilla” decidió. Miró la caja de granadas y decidió que tres granadas serían suficientes. Una a una, las pegó con esmero a la trampilla aplicando abundante cinta aislante. Metió tres de los dedos de su mano derecha en las tres anillas de las granadas. Respiró hondo y sacó las tres anillas de un único tirón. Mientras cargaba con un brazo la caja que contenía el resto de las granadas, se apresuró para bajar de los armarios.

Corrió para cobijarse detrás de una de las columnas del patíbulo. Dejó la caja de granadas sobrantes en el suelo. En ese momento contaba mentalmente hasta tres. “Un tiempo record” pensó.

Entonces palideció. Desesperado, comenzó a correr de vuelta hacia los armarios. En su frenética carrera, notó cómo la gorra de soldado NP se le desprendía de la cabeza.

“He colocado las granadas en la trampilla que se abre cada año para ahorcarme, pero la máquina generadora está muy cerca de aquel lugar” pensaba tremendamente inquieto mientras se afanaba en escalar los armarios. “Si las granadas explotan ahí mismo, destruirán la máquina generadora y moriré de hambre”.

Se apresuró para despegar la primera de las granadas.

Cinco.

Despegó la segunda. La cinta aislante se entremezclaba entre sus dedos.

Seis.

Despegó la tercera. Su mano era un manojo de dedos, cinta aislante y tres granadas.

Siete.

Giró su brazo con fuerza tratando de lanzar las granadas muy lejos. A pesar del aspaviento, éstas siguieron pegadas a su mano. Trató de despegárselas con la otra mano. El resultado fue que dos de ellas se adhirieron a su otra mano.

Ocho.

“Ya no hay tiempo” pensó desesperado. Pedro miró la superficie del armario bajo sus pies y se dio cuenta de que el extremo opuesto estaría algo más alejado de la trampilla y de la máquina generadora. Rápidamente dio un par de pasos por la superficie del armario hasta situar sus pies sobre el extremo opuesto.

Nueve.

Entonces pensó que incluso aquel lugar podría no estar suficientemente alejado. En un intento de alejarse más aún, inició un paso más hacia el vacío. Justo cuando su cuerpo se inclinaba peligrosamente hacia delante, extendió los brazos hacia arriba hasta que se apretaron fuertemente contra el techo, contra la plataforma del patíbulo. Esto frenó en seco su caída hacia delante y le dejó en una posición en la que sólo sus pies se situaban sobre el armario. Ahora sus explosivas manos tocaban la plataforma del patíbulo todo lo lejos de la trampilla que era posible.

“Espero que esto sirva al que me suceda” pensó mientras su corazón palpitaba con fuerza.

Diez.

Su cuerpo y una parte de la superficie del patíbulo explotaron a la vez con un gran estruendo. Los pedazos de su cuerpo cayeron al suelo. Justo después, numerosos fragmentos de piedra procedentes del recubrimiento que se extendía sobre la plancha metálica del patíbulo se desprendieron en masa y sepultaron sus restos mortales.

20

Pedro volvió a surgir de la nada. Extrañado, observó que, a unos dos metros de la trampilla donde se encontraba, había un gran boquete en el suelo del patíbulo. Entonces la trampilla se abrió y, para su sorpresa, sus pies cayeron sobre la superficie de un armario que se encontraba ligeramente inclinado. Se sentía eufórico por haber sobrevivido. No obstante, poco después comenzó a sentir gran preocupación por el cable que oprimía su cuerpo. Decidió observar su entorno en busca de algo que pudiera ayudarle. Se sorprendió de que el armario sobre el que se apoyaba se mantuviera en pie, pues uno de sus laterales estaba destrozado. Una esquina había reventado, y en el resto del lateral el grueso metal estaba abollado hacía dentro. Entonces observó que, en el lado opuesto al de los destrozos, había otro mueble más pequeño, aparentemente muy pesado, que evitaba su caída y le mantenía en aquel extraño equilibrio. “Qué asombrosa coincidencia” pensó mientras no daba crédito a lo que veía.

Comenzó a preocuparse muy seriamente por el cable que le rodeaba. Cuando unos minutos después el cable que rodeaba su cuello se abrió y se elevó en dirección hacia la trampilla, volvió a agradecer en silencio su increíble suerte. Entonces descendió desde el armario al mueble pequeño, y desde éste al suelo. A unos pocos centímetros de los muebles se levantaba un gran montón de cascotes. Justo sobre su vertical se situaba el boquete del patíbulo. Pedro dedujo que ése era el origen de los escombros. Junto al montón de cascotes había un gorra de soldado cabo NP. Esto sorprendió a Pedro más aún. Con gran orgullo, decidió cogerla y ponérsela. Jamás imaginó que el cadáver del último dueño de esa gorra yacía sepultado apenas a unos metros de él, oculto bajo esos escombros.

Miró a su alrededor en busca de nuevos extraños prodigios. Entonces encontró un papel que colgaba de un alambre que se encontraba ensartado en una pared cercana. Se acercó para mirar el papel.

Desgraciadamente, su contenido era ilegible. Entonces, se dio cuenta de que la verdadera utilidad de ese conjunto no residía en aquel extraño papel sino en lo que lo sostenía. Sacó el alambre de la pared y lo utilizó para liberarse de sus esposas. “¡Menuda suerte!” pensó.

En medio de aquel ambiente raro, pensó que lo único que le faltaba era algún tipo de arma con el que garantizar una huída segura de aquella plaza, así como algún medio de transporte. Entonces encontró una caja con granadas detrás de una columna del patíbulo. Mientras sonreía incrédulo, echó un vistazo a toda la plaza y halló un vehículo militar autónomo en el extremo opuesto de la plaza, aparentemente sin ocupante alguno. Entonces rió a carcajadas. Agarró la caja de granadas, se introdujo en el vehículo y emprendió la huída por las calles de Pueblo Tarao.

Tras unos minutos conduciendo por aquellas calles solitarias, intuyó que se encontraba solo en aquella ciudad, lo que le intrigó y le relajó a la vez. Decidió que tenía hambre. Recordó el patíbulo y el extraño boquete que contenía. “Por medio de ese agujero podría alcanzar la máquina generadora” pensó. Su suerte comenzaba a tomar un cariz surrealista. Regresó a la Plaza Principal y, tras situarse bajo el patíbulo, empujó los dos muebles unos metros en dirección hacia los cascotes para que le permitieran alcanzar el extraño boquete. Subió por ellos y después se encaramó por el agujero haciendo fuerza con sus dos brazos. Finalmente logró alcanzar la superficie del patíbulo.

Se acercó a la máquina generadora y pulsó unos botones. Tras aparecer una luz azulada, surgió de la nada un bocata de chopped. Observó que la placa solar que alimentaba la batería de la máquina había recolectado durante el último año mucha más energía de la que hacía falta para generarle a él. “Los que construyeron esto querían que ni el año más nublado de la historia me librara de volver a morir…” pensó. Entonces calculó que la energía sobrante de la batería le permitiría generar de una tacada alimentos para muchos meses. Mientras se llevaba el bocata recién generado a la boca, sintió que había algo de irónico en que pudiera alimentarse gracias a los frutos de su patíbulo.

“¡Qué fácil!” pensó mientras sonreía. Entonces comenzó a reírse a carcajadas. Las migas del bocadillo se caían de su boca. Tras casi un minuto riendo, se restregó los ojos con una mano para quitarse las lágrimas. “¿Habré muerto y subido al cielo?” se preguntó incrédulo.

“No entiendo nada, pero me gusta” pensó mientras seguía mordisqueando el bocadillo.

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2 respuestas a Pedrícese el mundo: Capítulo VII

  1. Yohana dijo:

    Hola Isma: Este era también uno de mis preferidos, aunque también el más frustrante e intrigante. Es como una telenovela ¿Conseguira Pedro sobrevivir?…o lo que sea, porque ¿sigue siendo «Pedro» (el que conociamos de capítulos anteriores) el protagonista?. ¿Hay que aceptar en este capítulo que parte fundamental de la supervivencia es el desarrollo y la evolución?.Pero como es posible, si es la misma persona…creo que esa «paradoja» que planteas es algo improbable.
    Y sin embargo este capítulo me gustó mucho, precisamente por la intriga. Y por que tenía mucha acción, y mucha imaginación.

    • Isma dijo:

      Bueno, son varios los motivos por los que este capítulo me gusta especialmente. A pesar de ser una escena de «ciencia ficción dura» (en particular, el plan de Pedro para salvar a los siguientes es bastante sofisticado), y de mostrarse unos hechos objetivamente muy duros (la muerte repetitiva, el castigo infinito por sus pecados y atrocidades, la condenación inevitable), todo lo que ocurre es además muy simbólico. Pare expiar sus pecados, el castigo repetitivo de Pedro recuerda a los perversos castigos mitológicos (quizás al de Sísifo, pero sobre todo al de Prometeo). Es más, en algunos momentos Pedro recuerda al Jesucristo bíblico en su viaje cargando con la cruz hacia el monte Calvario, con el objetivo de que su muerte salve a los que vendrán después de él (con el punto herético de que, en cierto sentido, en este caso Pedro es el mal, el demonio, el Anticristo… ¿o quizás no?). También se entremezcla, de manera muy retorcida, el azar: en ocasiones, el plan está a punto de fallar, y sólo la incapacidad de Pedro para llevar a cabo su propio plan de manera literal lo salva. Y es que, según el pedrismo, Pedro es perfecto incluso a pesar de (o más bien debido a) su propia imperfección. Por último, el sustento estético de toda la escena es, en cierta forma, el bucle infinito, que tanto fascina a cualquier filósofo (¿algo puede ser origen de sí mismo?) pero también «asusta» a cualquier informático como yo mismo: el bucle infinito es frecuentemente un error en un programa, pero a su vez no existe ningún método sistemático de detectarlos, pues encontrarlos es un problema indecidible. Así que escapar de ellos es como darse de cabezazos contra un muro, es casi un castigo divino que nos imponen las Matemáticas.

      En fin, que el capítulo me gusta particularmente por la forma en que se mezcla lo trágico, lo épico y lo simbólico.

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